EL REINO MILENARIO
Se puede matar todo menos la nostalgia del reino, la llevamos en el color de los ojos, en cada amor, en todo lo que profundamente atormenta y desata y engaña.
JULIO CORTÁZAR, Rayuela.
La obra de Julio Cortázar se ha destacado por diversos elementos, las estructuras ingeniosas que provocan una aprehensión en aquellos lectores que él mismo llama cómplices; asimismo sus temas fantásticos muchas veces subordinados a las estrategias narrativas y en otras por su ambigüedad; también se le caracteriza por los personajes que se reúnen a conversar acerca del jazz, la literatura, la pintura, etc. En Rayuela y El perseguidor, la manifestación de una búsqueda desesperada ante un mundo hostil, persiguiendo algo que tiene muchos nombres para una misma finalidad.
El juego es otro de sus dominios, quizá el más aludido entre la crítica y los lectores avezados, que felizmente personificó en sus cronopios, manteniendo una visión peculiar del vivir y del mundo. En casi toda su obra el juego extiende sus ámbitos desde los personajes, los argumentos, hasta una clara propuesta literaria en sus textos teóricos, ya como autor explícito o en voz de algún personaje. Detrás de esto se alberga una estrategia artística, y de este lado un arrebato estético que nos conduce a los lectores a ese desplazamiento fuera de lo ordinario, a modo de invitación, pero también de seducción, hacia una conciencia lúdica y dolorosa, abierta, que tienda hacia la búsqueda de una reconducción continua.
En La vuelta al día en ochenta mundos, Cortázar se reprocha el aplazamiento de la lectura del filósofo Ignaz Paul Vitalis Troxler , porque cualquiera podría acusarlo de plagiar su sistema metafísico, puesto que él, en Rayuela, había establecido su idea del reino milenario, cinco o seis años antes de conocerlo. Troxler en L’âme romantique et le rêve expresó: “Hay otro mundo, pero se encuentra en éste; para que alcance su perfección es preciso que se lo reconozca distintamente y que se adhiera a él. El hombre debe buscar su estado venidero en el presente, y el cielo en sí mismo y no por encima de la tierra.” [1] La concepción de Troxler ya había sido expuesta por Cortázar en voz de Morelli, y es precisamente la que vamos a referir a continuación.
El hombre occidental está sujeto a un discurso que interpreta al mundo por los acontecimientos de la realidad, y esta realidad está constituida por los actos que suele llamar racionales, aunque esta racionalidad tiende a dejar fuera cierto carácter espiritual y simbólico que las civilizaciones del mundo oriental no han excluido, que no sería lo que es justamente porque es su soporte más importante, pues nunca separa la vivencia de la objetividad y la subjetividad que tanto filósofo occidental se ha dado a la tarea de discutir. La búsqueda a que nos referimos es una especie de reconciliación con un mundo que nos ha dividido, y que el pensamiento oriental parece tener muy presente. La búsqueda se sustenta en el lenguaje, pero no en un lenguaje que sea el de las nomenclaturas y los teoremas, sino aquél que trae consigo la posibilidad de acceder a otras significaciones; no el que alude al homo sapiens de la ciencia, el clasificado, el encajonado, el que resulta muchas veces anulado por someterse a esos esquemas: “Hay que evitar que el hombre se deforme por exceso de sueños, fajarle la visión, menearle el sexo, enseñarle a contar para que todo tenga un número” [2], el hombre cumpliendo su programa de homo sapiens maniatado a la moral, la ciencia, la sociedad.
Hace falta una revolución semántica, ideológica, en la que el hombre deje de mirar para comenzar a ver, liberarnos de esa suerte de lente que nos coloca en una visión encasillada del mundo. Es necesario un reencuentro con el hombre entero, en que el hombre deje de verse a sí mismo como un espejo, que vea otras cosas para que, de esta manera, construya su reino: “Todavía no hemos aprendido a hacer el amor, a respirar el polen de la vida, a despojar a la muerte de su traje de culpas y de deudas; todavía hay muchas guerras por delante”. [3] El hombre debe construir su reino sin ceder a las trampas fáciles de la geometría con que pretende ordenarse nuestra vida de occidentales: “Eje, centro, razón de ser. Omphalos, nombres de la nostalgia indoeuropea. (...) Cuántas palabras, cuántas nomenclaturas para un mismo desconcierto.” [4] Hay una ansiedad sustancial en el ser humano por descubrir, darse al asalto a su verdadera esencia, someterse a la exploración de una naturaleza todavía mal colonizada: “Todavía no hemos hallado el ritmo de la serpiente negra, estamos en la mera piel del mundo y del hombre.” [5]
Lo llama el reino milenario, el kibbutz del deseo, el mandala, o solamente el reino. Nace de un descontento ante un mundo corroído, de una conciencia basada en los hechos del mundo y en la certeza de su propia finitud y, ante todo, de la visión de un mundo otro, aunque muchas veces el hombre termina por conformarse, porque las categorías a las que está sometido son tranquilizadoras. Pero también siente el reclamo a su conciencia de poder ser otra cosa: “Ese cuerpo que soy yo tiene la presencia de un estado en que al negarse a sí mismo como tal, y al negar simultáneamente el correlato objetivo como tal, su conciencia accedería a un estado fuera del cuerpo y fuera del mundo que sería el verdadero acceso al ser.” [6] Esta cita nos remite a la idea de la Iluminación que el budismo propone, un proceder hacia un entendimiento a secas lejos del dolor que la conciencia de la muerte y el sinsentido de la existencia han corrompido, y de ese resentimiento que vamos acumulando por no encontrarle una dirección a la vida [7].
Como en la noción de mandala, se trata de reconciliar fuerzas contrarias, de ordenar y, hasta cierto punto, comprender y convivir con el dualismo, una especie de lucha suprema entre el orden y el anhelo final de unidad. El mandala es una imagen que alude a la condensación original de lo inespacial e intemporal, al centro puro. Esta estructura de fuerzas dispares toma su sentido en la frustración que el hombre padece ante el antagonismo que le impide unificar su exterioridad y su interioridad, y todo aquello que conforma la conciencia. El reino constituye el signo de la existencia del hombre completo, y funda su sentido en la búsqueda. Y se da cuenta, sabe. El hombre se percata de que el ser humano tuvo que ser creado para otra cosa, la muerte diaria a la que está sometido se lo dice a gritos, la vida ordinaria, el sufrimiento, le provocan la sospecha de un mundo recobrable puesto que no es posible que estemos aquí para no poder ser. [8]
El reino no consiste en hallar el error, el pecado del hombre que nos ha convertido en lo que conocemos, no se trata de encontrar al monstruo y echarlo fuera; no es un edén como el que el Génesis describe y somete a sus moradores bajo las órdenes de un dios; no reside tampoco en huir o destruir lo que se tiene; no es un espacio geográfico. Si la búsqueda se simplifica a esto entonces jamás el reino será suyo. Para llegar a él hay que crearlo, que sea de este mundo lo que el lenguaje a la conciencia, abolir el tiempo y el espacio para concebirlo, hay siempre puentes tendidos de nosotros hacia él, hay grietas, intersticios a través de los cuales se puede acceder y abandonar así la libertad fingida en que nos movemos: “Kibbutz; colonia, settlement, asentamiento, rincón elegido donde alzar la tienda final, donde salir al aire de la noche con la cara lavada por el tiempo, y unirse al mundo, a la Gran Locura, a la Inmensa Burrada, abrirse a la cristalización del deseo, al encuentro.” [9] El reino, el kibbutz, representa entonces una reconciliación y no un rompimiento, porque este mundo es el único camino hacia su generación, sin embargo la reconciliación reside en que las cosas sean verdaderamente, que el hombre y el mundo se entreguen sin sustituciones, y que no es la promesa de la bienaventuranza, sino que cada elemento, cada cosa de este mundo sea dada en esencia viva y no por medio de su función o a través de las innumerables máscaras que nos hemos forjado:
Todos quisiéramos el reino milenario, una especie de Arcadia donde a lo mejor se sería mucho más desdichado que aquí, porque no se trata de felicidad, doppelgänger, pero donde no habría más ese inmundo juego de sustituciones que nos ocupa cincuenta o sesenta años, y donde nos daríamos de verdad la mano en vez de repetir el gesto del miedo. [10]
Hay quizá un reino milenario, pero no es escapando de una carga enemiga que se toma por asalto una fortaleza. (...) Puede ser que haya otro mundo dentro de éste, pero no lo encontraremos recortando su silueta en el tumulto fabuloso de los días y las vidas, no lo encontraremos ni en la atrofia ni en la hipertrofia. Ese mundo no existe, hay que crearlo como el fénix. Ese mundo existe en éste, pero como el agua existe en el oxígeno y en el hidrógeno. (...) Digamos que el mundo es una figura, hay que leerla. Por leerla entendamos generarla. (...) Puede ser que haya un reino milenario, pero si alguna vez llegamos a él, si somos él, ya no se llamará así. Hasta no quitarle al tiempo su látigo de historia, hasta no acabar con la hinchazón de tantos hasta, seguiremos tomando la belleza por un fin, la paz por un desiderátum, siempre de este lado de la puerta donde en realidad no siempre se está mal, donde mucha gente encuentra una vida satisfactoria, perfumes agradables, buenos sueldos, literatura de alta calidad, sonido estereofónico, y porqué entonces inquietarse si probablemente el mundo es finito. [13]
Hay una suerte de puentes, pasajes, intersticios a través de los cuales se puede acceder al reino, y éstos sólo se muestran mediante el lenguaje, puesto que el conocimiento y el pensamiento están hechos de él, la conciencia humana y por ende todas las concepciones de su existencia y de lo que llama mundo, tienen su origen en el lenguaje. Lo que Cortázar representa con los puentes, los piolines, los ovillos, son siempre distintos nombres de la misma noción del discurso que ofrece la posibilidad, es la llave, la puerta que es una salida y una entrada a la vez. Pasar al otro lado, dar el salto sería ya un contacto, hay que descubrir los agujeros, las fisuras para arribar a ese momento prodigioso desde donde todas las posibilidades se dominen como en el juego, en el que todos los jugadores se integran en un espacio y tiempo diferentes a los de su vida cotidiana, establecen las reglas, lo ejecutan libremente, pero también pueden alterarlo, mutarlo, darse por completo a esa libertad y quizá acaben en algo sumamente distinto:
el jugador puede entregarse, con todo su ser, al juego, y la conciencia de no tratarse más que de un juego puede trasponerse totalmente. El gozo, inseparablemente vinculado al juego, no sólo se transmite en tensión sino, también en elevación. Los dos polos del estado de ánimo propio del juego son el abandono y el éxtasis. [14]
En una ardua reflexión acerca del lenguaje, Cortázar, se ha esforzado en reconciliar al hombre con la realidad. Dice que generalmente se concibe al lenguaje como un vehículo para expresar ideas y sentimientos, es decir subordinado a las ideas, porque a través de nomenclaturas, teorías, diccionarios, sólo nombran los objetos del mundo, se explican las cosas aunque no se las vea, embalsamando de esta manera al mundo, desfigurando la realidad y, por consiguiente, al hombre. Si se entiende al lenguaje como espejo de la realidad, si se ve a las palabras como tornillos y tuercas, [15] entonces sólo se estarán sustituyendo las cosas del mundo al nombrarlas, el hombre mata las cosas al nombrarlas porque ya no son lo que nombran, atrapan las ideas en fórmulas pragmáticas que sólo confunden al pensamiento.
El hombre no debe tener temor a confundirse, actuar sin parapetarse ante el mundo y la realidad, mediante un lenguaje que en lugar de ser vivencia se le vea como cristalización, sino ser conciente de que él es el lenguaje, porque éste muestra necesariamente la estructura humana: “Lenguaje quiere decir residencia de una realidad, vivencia en una realidad.” [16] Es necesario que se lo libere de la simplificación que supone un sentido solamente referencial, que no se le conciba como herramienta sino como contacto con lo que pretende mentar. Se debe aventurar a mirar las cosas desde otras dimensiones para poder aprehender las ideas, entender, buscar las esencias, sus sentidos y significados, no su nombre o clasificación; que el lenguaje no simplifique la concepción de realidad sino que la devuelva potenciada, fecunda: “Está muy bien hacerle la guerra al lenguaje emputecido, a la literatura por llamarla así, en nombre de una realidad que creemos verdadera, que creemos alcanzable, que creemos en alguna parte del espíritu, con perdón de la palabra.” [17] La cuestión está en el terreno epistemológico, pero también en el ontológico, porque la guerra a la que se refiere la cita anterior reside en la conciencia, pero ésta deberá estar siempre dispuesta a actuar hacia cualquier dirección a fin de trascender, para connotar una amplia red de significados, por lo que es necesario que dicha conciencia esté al alcance de semejantes fenómenos, para que sea posible un entendimiento, que devenga en una reconciliación del hombre con el hombre mismo y con la realidad que habita, liberándose de las perras negras [18] a que alude el autor.
“Damn the language. Entender. No inteligir: entender. Una sospecha de paraíso recobrable: No puede ser que estemos aquí para no poder ser.” [19] Aludimos, a partir de esta cita al sentido ontológico que cobra la lucha con el lenguaje. Aprehender con él es entender, no la captura de información, sino apropiarse de los objetos de conocimiento, es la tarea del ser humano, para que cobre sentido su existencia; esto es vivir originariamente el lenguaje, es decir, en esencia, la única justificación de vida. Es el hombre quien signa las cosas, la realidad, también a sí mismo, para crearse un rumbo, el cielo a cargo del hombre. Y para realizar esta operación, para devolverle al lenguaje su brillo, hay que expurgarlo, ser conciente y dar el salto, en persecución del paraíso recobrable, del reino milenario.
En casi toda su obra, Cortázar suele representar al lenguaje como un piolín, sin caer en la simplicidad de equipararlo con la sintaxis; más bien como algo que posee propiedades mágicas, que puede ser el protagonista o el intercesor de incontables metamorfosis, o un emisario del destino. En De otros usos del cáñamo describe:
En el piolín yo descubría virtualidades extraordinarias, por ejemplo bastaba ponerlo encima de cualquier circunferencia y ahí mismo, con sólo estirarlo, la curva se volvía recta y me daba la extensión total sin necesidad de operaciones complicadas. Y sobre todo había otra cosa, el hecho de que bastaba tender un piolín en el aire para que el ámbito cambiara, se organizara de un modo diferente antes y después, encima y debajo de ese fino coagulante del espacio. [20]
El combate en el que tanto insiste el autor no es, evidentemente, la destrucción del lenguaje; él propone que sea concebido de un modo distinto, que suscite esos desplazamientos semánticos y estéticos de los que hablábamos. Ubicarlo de tal modo para que el ámbito cambie, que el mundo, la realidad, el efecto estético, se organicen de otra manera para que sea posible configurar el reino milenario de la conciencia, como fenómeno literario y también como principio ontológico y de conocimiento. Dice que los piolines son indicaciones, “instrumentos para una náutica que acata otras cartografías, que busca las tierras incógnitas de la sola realidad que nos importa.” [21] A Oliveira, los hilos le parecían el único material justificable para sus inventos: “con piolín, naturalmente: todo acaba por encontrarse.” [22] Este personaje estructuró una defensa de piolines a fin de parapetarse del territorio que lo invadía, que evidentemente era el lenguaje mismo, y como él sabía que estaba en juego la vida pensó que a lo mejor “la única manera posible de escapar del territorio era metiéndose en él hasta las cachas.” [23] Un discurso heredado de cinco mil años atrás [24] que, para trascenderlo, había que estar completamente inmerso en él, desde el lenguaje acceder al Lenguaje, al entendimiento, al hilo sin nudos ni polvo ni pelusa, el ovillo desenredado que desvele los arcanos y el conocimiento: “Un día vendrá en que los acaecimientos que verdaderamente importan serán fijados en un lenguaje libre ya de toda ordenación formal.” [25] Un lenguaje por venir, un extrañamiento que precipite al hombre hacia su reino, hacia la conciencia trascendental.
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Rocío -
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