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NOEMÁGICO

SOBRE CIVILIZACIÓN

The Nightmare

The Nightmare

EL GOLEM

EL GOLEM

“La vida toda no es nada más que preguntas convertidas en formas, que llevan en sí el germen de las respuestas… y de respuestas preñadas de preguntas. Aquel que vea otra cosa es un loco”.

GUSTAV MEYRINK. El Golem.

El deseo del hombre por imitar a Dios ha dado origen a la leyenda del Golem en sus múltiples versiones; la palabra Golem es utilizada en la Biblia (Salmos, 139:16), pero es en la literatura talmúdica donde se ha desarrollado, siendo en la tradición judeocabalística en la que se le han ido añadiendo atributos a esta figura elemental. Un Golem se refiere a la creación mágica de una especie de hombre, a imitación del acto divino de la creación de Adán por Dios; esta figura simbólica responde a la materia animada de modo artificial, informe, o Adán antes de que le fuera insuflada el alma. Según la tradición cabalística, grandes maestros de la doctrina secreta dominaban el arte de infundir, mediante el uso correcto de la palabra creadora, una especie de vida falta de entendimiento en un ser humano formado de barro. Los relatos más conocidos se refieren al Rabino Eleazar de Worms, pero sobre todo a la leyenda del Rabino Jehuda Löw ben Bazalel , quien fue contemporáneo del emperador Rodolfo II, y que creó un Golem para defender el ghetto de Praga de las represiones antisemitas, así como para atender el mantenimiento de la sinagoga.

Erich Fromm, en su libro Y seréis como dioses, analiza las líneas principales del pensamiento bíblico y rabínico, en las que el hombre puede hacerse como Dios, pero no puede hacerse Dios. Observa que hay afirmaciones rabínicas que implican que la diferencia entre Dios y el hombre pueden eliminarse. Una afirmación que expresa la idea de que el hombre puede llegar a ser el creador de la vida, como lo es Dios, se encuentra en el pasaje siguiente, que cito nuevamente en la cuarta de las versiones que enumero de Scholem: “Rabá dijo: Si los justos lo quisieran, podrían (llevando una vida de absoluta pureza) ser creadores, porque está escrito: pero vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios” (Is. 59:2). (Rabá interpreta mavedilin con el sentido de “hacer distinción”. Si no fuera por sus iniquidades, su poder sería igual al de Dios y podrían crear el mundo.) Rabá creó un hombre y se lo envió al Rabí Zera. El Rabí Zera le habló, pero no recibió respuesta. Por lo tanto le dijo: “Tú eres una criatura de los magos. Vuelve al polvo” (Sanedrín 65b). La idea de que el hombre ha sido creado a imagen de Dios lleva no solamente al concepto de la igualdad del hombre con Dios, o aun a la libertad respecto de Dios, sino que también lleva a la convicción humanística central de que todo hombre lleva en sí mismo a toda la humanidad.

Cuando en el Génesis Dios crea al hombre a su imagen y semejanza, queda implícita la idea de que éste puede ser como Dios, pero el hecho de que el hombre pueda convertirse en Dios y que Dios le impida alcanzar este objetivo, como se advierte en la prohibición a Adán y Eva del fruto del árbol del conocimiento y la consecuente expulsión del Paraíso, la separación de los hombres por la faz de la tierra y la confusión de sus lenguas cuando los hombres construyeron la torre de Babel, y otras acciones que provocaron la ira de Dios y la destrucción masiva con el fuego y el Diluvio Universal. Fromm interpreta que el hecho de que los diversos editores no hayan eliminado del texto dicha contradicción, es porque debieron tener sus razones para hacerlo. Quizás una razón es que querían insistir en que el hombre no es Dios, ni puede volverse Dios; puede hacerse como Dios, puede imitar a Dios, por así decirlo. En verdad, esta idea de la imitatio Dei, de aproximarse a Dios, requiere la premisa de que el hombre ha sido hecho su imagen. Sin embargo, hay que considerar que el Sanedrín afirma que en la versión más antigua de la creación del hombre, falta la idea de que el hombre fue creado a imagen de Dios. Dice así: “Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra; y el hombre se convirtió en un ser viviente” (Gén, 2:7). También en otros lugares del Talmud se habla del hombre como incapaz de ser Dios, pero capaz de ser igual a Dios, compartiendo con él la soberanía del mundo.

La novela de Gustav Meyrink, El Golem, de 1915, se basa en los relatos sobre el Rabino Jehuda Löw ben Bazalel, y ésta inspiró a otros autores como H. Leivick, y a escritores alemanes del siglo XIX: Archim von Arnim, E.T.A. Hoffmann, Friedrich Hebbel, y más tarde por algunos franceses, como Villiers de lIsle Adam, aunque si bien el tema ya aparece muy modificado. Asimismo, se realizó la película de Paul Wegener Der Golem (1920) . En las diversas versiones de la leyenda, los místicos ambiciosos acaban por ser castigados por su atrevimiento, muy similares al Frankenstein de Mary Shelley y al homúnculo alquímico .

 


 El hecho de que estos seres acaben por atacar a sus creadores, se puede interpretar como una suerte de advertencia ante el uso irreflexivo de fuerzas mágicas que acaban por rebasar las intenciones del creador y se vuelven incontrolables. También cabe inferir que en determinados ejercicios místicos, el que medita puede sentirse a sí mismo como figura ajena que casi le sofoca (como se refiere acerca del cabalista Hai ben Scherira, hacia 1000 d. C.); asimismo es posible concebir la leyenda como una paráfrasis judía de leyendas cristianas, por ejemplo, la de San Alberto Magno, de quien se dice que construyó un sirviente artificial, a quien más tarde su discípulo Santo Tomás de Aquino destruyó.

Gershom Scholem considera que el Golem aparece como una imagen simbólica del camino a la redención, el alma colectiva materializada de la judería, con todos los aspectos sombríos de lo fantasmagórico: Es en parte una sosia del héroe, un artista que combate por su redención y para sí mismo, y que purifica mesiánicamente a la otra parte, el Golem, su propio yo no redimido.

Otra interpretación indica que el Golem simboliza la creación de un ser sin libertad, inclinado al mal, esclavo de sus pasiones; si la verdadera vida humana no procede más que de Dios, entonces el Golem, en un sentido más interno, no es sino la imagen de su creador, la imagen de una de sus pasiones que crece y amenaza con aplastarlo, significa por fin que una creación puede exceder a su autor.

 

 

LA NOVELA DE GUSTAV MEYRINK:

 

 

“A menudo he reflexionado largamente acerca de esas cosas, y me parece que me acerco al máximo a la verdad diciendo lo siguiente: en el curso de una vida hay siempre un momento en que una epidemia espiritual recorre el barrio judío con la rapidez del rayo, ataca las almas de aquellos que viven con un designio que permanece para nosotros oculto, y hace aparecer a la manera de un espejismo la silueta de un ser característico que hace siglos vive aquí, y quizá desea ávidamente reencontrar forma y sustancia.

»Puede que esté constantemente entre nosotros, sin que nos percatemos. Del mismo modo que escuchamos la nota del diapasón antes de que éste golpee la madera y la haga vibrar al unísono.

»Quizá haya en ello una suerte de obra de arte espiritual, sin conciencia de sí misma: una obra de arte que nace de lo informe, como un cristal, según leyes inmutables.

»¿Quién sabe?”

Gustav Meyrink. El Golem.

El Golem de Gustav Meyrink (1915) ha sido considerada una novela oscura, gótica, y hasta cierto punto abstrusa. Francisco Marzioni, en su artículo Cuando la ficción es un sueño. Cuadros dentro de cuadros , la describe de la siguiente manera:

“[Es] Una historia construida como un sueño, una novela onírica, corre el peligro de convertirse en un texto ilegible. En sus Textos Cautivos, Borges comenta que "El Golem —increíblemente— es onírico y es lo contrario de ilegible. Es la vertiginosa historia de un sueño". Este sueño es el de un hombre que, por error, recoge el sombrero de un tal Athanasius Pernath y esa noche sueña toda la vida del dueño del sombrero. Luego, acabará descubriendo que es, al mismo tiempo, él mismo. En su sueño aparece también El Golem, que se convierte en el doble transitorio de Athanasius Pernath. El hombre que sueña a un hombre que sueña”.

[Descargar la novela en PDF]

 

 

EL ESTUDIO DE GERSHOM SCHOLEM

[La idea del Golem en sus relaciones telúricas y mágicas]

 

 

Gershom Scholem, en su libro La Cábala y sus símbolos, realizó el estudio más minucioso conocido sobre el Golem. Para él, la novela de Meyrink intentó diseñar “una especie de imagen simbólica del camino de la salvación”, usando extrañamente la figura de la leyenda popular judeocabalística, que retomó y transformó fantásticamente, concibiendo al ghetto de Praga de forma sumamente exótica y futurista y una cabalística hipotética, en la que se presentan más ideas de la salvación de tipo hindú que judaico; la atmósfera posee una profundidad incontrolable que es fácilmente confundible para la charlatanería mística, y para el épater le bourgeois. Dice que el Golem de Meyrink es, en parte, un alma colectiva materializada del ghetto, con todos los turbios residuos de lo fantasmal y, en parte, un doble del héroe, un artista que lucha por su liberación y que purifica mesiánicamente en ella al Golem, su propio yo esclavizado. Scholem considera que en la novela (a pesar de su fama) hay poco de la tradición judía, incluso en las formas decaídas y transformadas de la leyenda, y para demostrarlo describe las genuinas tradiciones judías sobre el Golem, de las que cito algunas a continuación:

1. La estructura judía tardía de la leyenda, en la descripción de Jakob Grimm en el “Periódico para eremitas” en 1808, es la siguiente: Lo judíos polacos modelan, después de recitar ciertas oraciones y de guardar unos días de ayuno, la figura de un hombre de arcilla y cola, y una vez pronunciado el šem hameforáš [el nombre divino] maravilloso sobre él, éste ha de cobrar vida. No puede hablar, aunque entiende bien lo que se habla o se le ordena. Le dan el nombre de Golem, y lo emplean como una especie de doméstico para ejecutar toda clase de trabajos caseros. Pero no debe salir nunca de casa. En su frente se encuentra escrito emet [verdad], va engordando cada día, y rápidamente crece y se hace fuerte que todos los demás de la casa, a pesar de que antes era tan pequeño, causando temor de él, y provocando que le borraron la primera letra, de modo que sólo queda met [está muerto], y entonces el muñeco se deshace y se convierte en arcilla. Pero hubo una vez uno que se descuidó y dejó crecer tanto a su Golem, que ya no podía llegarle a la frente, y entonces ordenó a su criado, con temor, que le quitase las botas, para al doblarse poder alcanzar su frente. Ocurrió como esperaba, y pudo borrarle la primera letra, pero toda la carga de arcilla cayó sobre el judío lo aplastó.

Investigar la idea del Golem como hombre creado por artes mágicas, obliga a recurrir a las concepciones de Adán, el primer hombre puesto que la creación del Golem entra en competencia en algún punto con la creación de Adán y que el poder creador del hombre se perfila aquí sobre el horizonte del poder creador de Dios, sea con ánimo imitador o bien con espíritu de oposición. Adán es el ser extraído de la tierra, y destinado de nuevo a ella, a quien el soplo divino otorgó el habla y la vida. Estaba constituido de materia de la Tierra, de barro auténtico, de partes finísimas de barro, como señaló Filón, en De opificio mundi: “Hay que pensar que Dios quería crear esta figura semejante al hombre con el máximo cuidado, y que por ello no tomó polvo del primer trozo de tierra que se le presentó, sino aportó lo mejor de toda la Tierra, lo más puro y fino del puro material primigenio, lo que se adecuaba mejor a su creación”. Esto corresponde a la Aggadá judía, con múltiples variantes. En las normas de la Torá se apartaba de la masa una ofrenda como lo más selecto para uso sagrado, de la misma manera constituye Adán la ofrenda que se tomaba como la mejor parte de la Tierra, del centro del mundo sobre el monte Sión, está tomado del centro y en su creación se unificaron todos los elementos, como su etimología lo indica. En determinado momento de su creación, Adán es un Golem, una materia amorfa, hasta el momento de ser afectado por el soplo divino, como en un famoso pasaje del Talmud que describe las primeras doce horas del primer día de Adán, que van desde la aglutinación de la tierra, hasta la expulsión del Paraíso.

2. En un Midráš de los siglos II y III, se describe a Adán no sólo como Golem, sino incluso como un Golem de tamaño y fortaleza cósmicos, al que Dios ha mostrado en este estado de inanición e incapacidad locutiva todas las generaciones futuras hasta el fin de los siglos. Antes de que Adán posea conocimiento y razón, se le otorga una visión de la historia de la creación, que discurre ante él en imágenes. En el momento en que Dios creó al primer Adán, lo creó como Golem, estaba extendido desde un extremo de la tierra hasta el otro: “Tus ojos vieron a mi Golem”. Rabí Yehudá bar Sim’ón decía: Mientras Adán yacía todavía como Golem ante aquél que habló e hizo surgir el mundo, éste le mostró todas sus generaciones y sus sabios, todas las generaciones y sus jueces, todas las generaciones y sus caudillos. Es posible que en dicho estado primitivo a Adán se le haya incorporado alguna capacidad telúrica derivada de la tierra de la que él había sido extraído, la cual le permitió asimilarse a la visión descrita. La enorme grandeza de Adán, que llenaba todo el universo, fue reducida según la Aggadá a dimensiones humanas —si bien aún gigantescas— después de la primera caída. En la figura de las primitivas dimensiones cósmicas de este ser terrestre se pueden contemplar dos concepciones: Una considera a Adán como un enorme prototipo de mitos cosmogónicos; la otra considera dichas dimensiones más bien como una representación extensiva de la fuerza de todo el universo resumida en él.

3. Otra concepción se encuentra en un fragmento de una obra midrášica perdida en cuanto al conjunto, el Midráš Abkir, en el que se han conservado ideas arcaicas y tendencia mítica: «Rabí Berajica decía: Cuando Dios quiso crear el mundo, comenzó su creación precisamente con el hombre, y le dio, pues, forma de Golem. Cuando después se dispuso a inspirarle un alma, dijo: Si le hago levantarse ahora, se dirá que fue mi compañero durante la empresa de la creación, de modo que quiero dejarlo como Golem [en estado inacabado, bruto] hasta que haya creado todo. Cuando hubo creado todo, le dijeron los ángeles: ¿No vas a hacer al hombre del que has hablado? Y respondió: Lo tengo hecho desde hace tiempo, y sólo queda la inspiración del alma. Entonces le inspiró un alma, le hizo levantarse y resumió toda la naturaleza en él. Con él comenzó y con él concluyó, como está escrito: “De arriba a abajo me has formado tú”. Es verdaderamente asombrosa la despreocupación con la que la exégesis aggádica abandona aquí el terreno de la narración bíblica, con la que coloca la creación real del hombre como Golem —en el que se halla contenida la fuerza de todo el universo— al principio de toda la creación y su animización solamente final. No son la segunda y la cuarta hora de la vida de Adán las que se interponen entre su estado informe y su animización, sino que es el conjunto de la obra de la creación el que se encuentra entre ambos. Y del mismo modo que antes se reunió tierra de todo el mundo destinada a él, ahora es todo el mundo el que se encuentra resumido en él.

Esta atrevida desviación mítica de la narración bíblica se repite en otro punto importante: mientras el Génesis sólo conoce la inspiración del hálito de la vida por Dios, con lo que Adán deviene en un “alma viviente”, en la tradición judía no faltan afirmaciones sobre un espíritu telúrico que era inherente a Adán, contradiciendo totalmente a la narración bíblica.

4. La repetición del acto creador de un hombre, sirviéndose de medios mágicos o de cualquier otro tipo no claramente definido, apunta hacia otras direcciones, como en ciertas narraciones legendarias del Talmud, sobre algunos famosos rabinos de los siglos II y IV. «Raba decía: Si los justos quisieran, serían capaces de crear un mundo, pues está escrito (Isaías, 59:2): Porque vuestros pecados son causa de separación entre vosotros y vuestro Dios» De modo tal que, si no existieran los pecados, como es el caso de los justos perfectos, no habría separación entre la capacidad creadora de Dios y del justo libre de falta, como sucedió con Raba quien creó un ser humano y lo envió a Rabí Zera. Éste habló con él pero no obtuvo respuesta, entonces le dijo: Tú procedes, sin duda, de los compañeros [los miembros de la alta escuela talmúdica]; retorna de nuevo a tu polvo. Según algunos sabios, la frase debió ser interpretada de manera distinta: Tú procedes sin duda de los magos. El poder creador del creyente es limitado, pues Raba consiguió crear un hombre capaz de ir andando hasta Rabí Zera, pero no pudo proporcionarle el habla, y es por esta incapacidad locutoria que reconoce la naturaleza mágica y artificial del Golem.

5. El Libro de la Creación juega un papel importante en la idea del Golem. Refiere que para la creación de un Golem tienen importancia crucial los nombres de Dios y las letras, que constituyen las signaturas de todo lo creado: Estas letras son propiamente los elementos de construcción, las piedras con las que se ha levantado la obra de la creación. Es decir que la clave para la creación de un hombre, se encuentra en las letras de la cosmogonía, en una compleja combinación de elementos astronómicos-astrológicos y anatómicos-fisiológicos, y la forma en que tiene lugar la construcción del cosmos a partid de las letras, de modo que el hombre y el mundo se encuentran en mutua sincronización microcósmica: cada letra domina sobre un miembro del hombre o un sector del mundo externo.

El ritual de la creación golémica del Libro de la Creación citado por Scholem, no parece tener otro objeto que poner de manifiesto el poder de los nombres sagrados. La creación de un Golem encierra peligros, incluso la muerte como toda creación magna; pero dichos riesgos no proceden del Golem, de las fuerzas que de él derivan, sino del hombre mismo: el producto de tal creación no es el que origina por medio de cualquier forma de independización poderes peligrosos, sino que lo que ha de tacharse peligroso es la tensión suscitada por el proceso en el propio creador. Los fallos en la ejecución del proceso no conducen a una degeneración del Golem, antes bien a la destrucción directa de su constructor. Por otra parte, la incapacidad locutoria del Golem no constituye un factor esencial como se ha supuesto con frecuencia, ya que cuando se le otorga el alma y la vitalidad, obviamente estaría capacitado para el habla: el Golem no es un ser carente de habla por naturaleza, pero los cabalistas se han empeñado en describirlo como una forma animada, al que su creador es incapaz de dotarle el conocimiento divino y del habla, como al hombre verdadero a quien Dios ha marcado con el sello emet, propiedad del anima rationalis, ya que un alma en movimiento no necesariamente es un alma racional que es la que tiene capacidad locutiva. Esta afirmación corresponde a la idea dominante entre los cabalistas de que el habla es el don sumo: la madre de la razón y de la revelación.

6. Las formas tardías de la leyenda golémica, registradas en Polonia a partir del siglo XVII, apuntan hacia otra dirección diferente: el Golem se une al concepto de la servidumbre, y se le adjudica el carácter de peligrosidad para el entorno. Johann Wülfer escribió en 1675, que en Polonia existían unos extraordinarios constructores que eran capaces de fabricar con el nombre divino, sirviéndose del barro, unos famuli mudos. Después de recitar determinadas oraciones y tras algunos días de ayuno, construyen una figura humana de barro, y una vez que han pronunciado sobre ella el šem hameforáš, la imagen se torna viviente. Aunque no habla comprende bien lo que se le dice y ordena, y realiza todo tipo de trabajos caseros, pero no debe salir de casa. Sobre su frente ha sido escrita la palabra emet que significa verdad. Esta criatura crece constantemente hasta ser mayor que los moradores de la casa, que se van sintiendo atemorizados. Entonces borran de su frente la primera letra, de modo que sólo queda met que significa muerto. El Golem se derrumba y queda reducido al barro anterior. En otra versión se cuenta que al borrarle la letra el barro cayó sobre el rabino, quien quedó aplastado. Asimismo se dice que el nombre de Dios estaba escrito en un pergamino sobre su frente, y que al querer arrancárselo, el Golem causó daños al rabino y le arañó el rostro.

 


 

7. La transmisión de la leyenda polaca sobre el rabino de Chelm a Praga, y a una figura mucho más famosa del mundo judío, el Gran Rabí Lew (—Löw— entre 1520 y 1609), no ha de haber sido muy anterior a Grimm, y no parece probable que se hayan desarrollado con independencia. Dentro de la tradición de Praga de principios del siglo XIX, se le asoció a la liturgia del viernes por la tarde. Según la versión, el Rabí Lew construyó un Golem que servía en toda clase de trabajos a lo largo de la semana; pero como todas las criaturas descansan en sábado, el rabino transformaba a Golem en barro antes de la entrada de cada sábado, quitándole el nombre vivificador de Dios. Pero una vez olvidó quitarle el šem. Estaba ya reunida la comunidad en la sinagoga para los oficios divinos, incluso ya habían recitado el salmo sabático número 92, cuando el Golem se enfureció y con enorme energía sacudió las casas y amenazaba destruirlo todo. Entonces llamaron al rabino, cuando todavía no comenzaba el sábado, y éste se abalanzó contra el Golem y le arrancó el šem, derrumbándose el Golem en tierra. El rabino ordenó que se cantase por segunda vez el salmo sabático, lo que quedó desde aquel momento como una institución definitiva de la Escuela antiguo-moderna de Praga. El rabino no volvió a inspirar vida al Golem, e hizo enterrar sus restos en el desván de la antiquísima sinagoga, en donde yacen hasta hoy.

 

 

EL GOLEM EN JORGE LUIS BORGES

 

 

La figura del golem de Meyrink fue para Jorge Luis Borges uno de sus temas predilectos, y se dio a la tarea de investigar la leyenda judía hasta que leyó con fascinación el libro de Scholem. Al menos tres de sus textos dan cuenta de ello: En primer lugar el poema El Golem, del libro El otro, el mismo, donde habla de la creación de este ser por Judá León —el Rabino Jehuda Löw ben Bazalel—, y la aportación de Scholem, además de plantear la visión de Dios ante la obra del mago. En segundo lugar la conferencia de La cábala, en la que diserta sobre la interpretación tradicional que los cabalistas judíos han realizado acerca del Pentateuco, su complejo simbolismo sobre el lenguaje que lo constituye. Por último y a manera de motivo, el cuento Las ruinas circulares, del libro Ficciones, en el que un mago se da a la tarea de crear a un ser de sueño con la finalidad de extrapolarlo a la realidad, relato que merece una indagación minuciosa acerca de la leyenda.

Transcribo el poema, el fragmento de La cábala y el cuento, donde Borges mantiene viva la leyenda y cumple en su lenguaje la afirmación de que la cábala es una suerte de metáfora del pensamiento, además de plantear extraordinariamente su idea de que en cada uno de nosotros hay una partícula de divinidad.

 

 

La Cábala (Fragmento)

Querría hablar ahora de uno de los mitos, de una de las leyendas más curiosas de la cábala. La del golem, que inspiró la famosa novela de Meyrink que me inspiró un poema. Dios toma un terrón de tierra (Adán quiere decir tierra roja), le insufla la vida y crea a Adán, que para los cabalistas sería el primer golem. Ha sido creado por la palabra divina; y como en la cábala se dice que el nombre de Dios es todo el Pentateuco, salvo que están barajadas las letras, así, si alguien poseyere el nombre de Dios o si alguien llegara al Tetragrámaton —el nombre de cuatro letras de Dios— y supiera pronunciarlo correctamente, podría crear un mundo y podría crear un golem también, un hombre.

Las leyendas del golem han sido hermosamente aprovechadas por Gershom Scholem en su libro El simbolismo de la cábala, que acabo de leer. Creo que es el libro más claro sobre el tema, porque he comprobado que es casi inútil buscar fuentes originales. He leído la hermosa y creo que justa traducción (yo no sé hebreo, desde luego) del Sefer Ietzira o Libro de la Creación, que ha hecho León Dujovne. He leído una versión del Zohar o Libro del esplendor. Pero esos libros no fueron escritos para enseñar la cábala, sino para insinuarla; para que un estudiante de la cábala pueda leerlos y sentirse fortalecido por ellos. No dicen toda la verdad: como los tratados publicados y no publicados de Aristóteles.

Volvamos al golem. Se supone que si un rabino aprende o llega a descubrir el secreto nombre de Dios y lo pronuncia sobre una figura humana hecha de arcilla, ésta se anima y se llama golem. En una de las versiones de la leyenda, se inscribe en la frente del golem la palabra EMET, que significa verdad. El golem crece. Hay un momento en que es tan alto que su dueño no puede alcanzarlo. Le pide que le ate los zapatos. El golem se inclina y el rabino sopla y logra borrarle el aleph o primera letra de EMET. Queda MET, muerte. El golem se transforma en polvo.

En otra leyenda un rabino o unos rabinos, unos magos, crean un golem y se lo mandan a otro maestro, que es capaz de hacerlo pero que está más allá de sus vanidades. El rabino le habla y el golem no le contesta porque le están negadas las facultades de hablar y concebir. El rabino sentencia: “Eres un artificio de los magos; vuelve a tu polvo.” El golem cae deshecho.

Por último, otra leyenda narrada por Scholem. Muchos discípulos (un solo hombre no puede estudiar y comprender el Libro de la Creación) logran crear un golem. Nace con un puñal en las manos y les pide a sus creadores que lo maten “porque si yo vivo puedo ser adorado como un ídolo”. Para Israel, como para el protestantismo, la idolatría es uno de los máximos pecados. Matan al golem.

 

 

El Golem

Si (como el griego afirma en el Cratilo)

El nombre es arquetipo de la cosa,

En las letras de rosa está la rosa

Y todo el Nilo en la palabra Nilo.

 

 

Y, hecho de consonantes y vocales,

Habrá un terrible Nombre, que la esencia

Cifre de Dios y que la Omnipotencia

Guarde en letras y sílabas cabales.

 

 

Adán y las estrellas lo supieron

En el Jardín. La herrumbre del pecado

(Dicen los cabalistas) lo ha borrado

Y las generaciones lo perdieron.

 

 

Los artificios y el candor del hombre

No tienen fin. Sabemos que hubo un día

En que el pueblo de Dios buscaba el Nombre

En las vigilias de la judería.

 

 

No a la manera de otras que una vaga

Sombra insinúan en la vaga historia,

Aún está verde y viva la memoria

De Judá León, que era rabino en Praga.

 

 

Sediento de saber lo que Dios sabe,

Judá León se dio a permutaciones

de letras y a complejas variaciones

Y al fin pronunció el Nombre que es la Clave.

 

 

La Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio,

Sobre un muñeco que con torpes manos

labró, para enseñarle los arcanos

De las Letras, del Tiempo y del Espacio.

 

 

El simulacro alzó los soñolientos

Párpados y vio formas y colores

Que no entendió, perdidos en rumores

Y ensayó temerosos movimientos.

 

 

Gradualmente se vio (como nosotros)

Aprisionado en esta red sonora

de Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora,

Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros.

 

 

(El cabalista que ofició de numen

A la vasta criatura apodó Golem;

Estas verdades las refiere Scholem

En un docto lugar de su volumen.)

 

 

El rabí le explicaba el universo

"Esto es mi pie; esto el tuyo; esto la soga."

Y logró, al cabo de años, que el perverso

Barriera bien o mal la sinagoga.

 

 

Tal vez hubo un error en la grafía

O en la articulación del Sacro Nombre;

A pesar de tan alta hechicería,

No aprendió a hablar el aprendiz de hombre,

 

 

 

Sus ojos, menos de hombre que de perro

Y harto menos de perro que de cosa,

Seguían al rabí por la dudosa

penumbra de las piezas del encierro.

 

 

Algo anormal y tosco hubo en el Golem,

Ya que a su paso el gato del rabino

Se escondía. (Ese gato no está en Scholem

Pero, a través del tiempo, lo adivino.)

 

 

Elevando a su Dios manos filiales,

Las devociones de su Dios copiaba

O, estúpido y sonriente, se ahuecaba

En cóncavas zalemas orientales.

 

 

El rabí lo miraba con ternura

Y con algún horror. ¿Cómo (se dijo)

Pude engendrar este penoso hijo

Y la inacción dejé, que es la cordura?

 

 

¿Por qué di en agregar a la infinita

Serie un símbolo más? ¿Por qué a la vana

Madeja que en lo eterno se devana,

Di otra causa, otro efecto y otra cuita?

 

 

En la hora de angustia y de luz vaga,

En su Golem los ojos detenía.

¿Quién nos dirá las cosas que sentía

Dios, al mirar a su rabino en Praga?

 

 

Incorporo al poema un video con la voz de Borges y algunas imágenes de la película Der Golem (1920) del director Paul Wegener:

 

 

El cuento Las ruinas circulares viene seguido de una animación muy interesante de eilujion:

 

 

Las Ruinas Circulares

And if he left off dreaming about you…

Through the Looking-Glass, VI

Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas. El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar. Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo. A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y si de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos. Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía. Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido. En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó. El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido. . . En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy. Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer—y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje. Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas. El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches, después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.

 

FUENTES CONSULTADAS:

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Borges, Jorge Luis. “La cábala” en Siete Noches. Fondo de Cultura Económica, 1992, México. (Tierra Adentro).

Borges, Jorge Luis. Ficcionario. F.C.E., 1992, México. (Tierra Firme).

Chevalier, Jean y Alain Gheerbrant. Diccionario de los símbolos. Ed. Herder, 6ª ed., 1999, Barcelona.

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Fromm, Erich. Y seréis como dioses. Ed. Paidós, 1994, México. (Paidós Studio, 16).

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Meyrink, Gustav. El Golem. Ed. Edicomunicación, Tr. y notas de Alberto Laurent, 1999, Barcelona. (Colección Cultura).

Poupard, Paul. Diccionario de las religiones. Ed. Herder, 1997, Barcelona.

Scholem, Gershom. La Cábala y sus símbolos. Ed. Siglo XXI, 1995, México.

Yoleandrogonzalez. Jorge Luis Borges, El Golem [en línea]. YouTube, 04-07-2007 [fecha de consulta: 15 de diciembre de 2007].

EL DIABLO Y SUS SÍMBOLOS

EL DIABLO Y SUS SÍMBOLOS

"Entretanto, Satán, el enemigo de Dios y el Hombre, llena su mente de ambiciosas imaginaciones, extiende su raudo vuelo y explora el solitario camino que conduce a las puertas del infierno. Toma unas veces la derecha, otras la opuesta mano; ya se desliza con iguales alas por la superficie del abismo, ya se eleva cual torre aérea hacia la ardiente concavidad del firmamento."

JOHN MILTON. El paraíso perdido.

EL ORIGEN DEL DIABLO. Especialistas, teólogos y demonólogos discuten el origen del diablo: unos dicen que se remonta a las religiones animistas del siglo X a.C. en Medio Oriente; otros creen que en el siglo VI a.C., refiriéndose a Zoroastro —Zaratustra—, profeta y reformador religioso que acabó con los dioses buenos y malos de Persia. Éste creó a un dios supremo llamado Ahura Mazda, en contraposición a Ahriman, fuerza maléfica representada por una serpiente que encabezaba un ejército de demonios. Mazda y Ahriman eran irreconciliables, una distinción muy clara ente el bien y el mal, y dio al ser humano la libertad de elegir entre uno u otro. Los esenios, secta judía que floreció en el siglo II a.C., autores de los Manuscritos del Mar Muerto, introdujeron el concepto del mal dentro del judaísmo, que en un principio no tenía ninguna figura que se pareciera al diablo, sino que las desgracias que azotaban a los humanos eran castigos divinos porque Sathan atormentaba a los justos acusándolos y sometiéndolos a distintas pruebas, ya que era su misión confiada por Dios, como en El libro de Job. Más tarde en El libro de Zacarías cambió de actitud y se volvió independiente, dedicándose a martirizar a los justos por mero gusto personal. Finalmente, en El libro de la sabiduría escrito en el siglo I a.C., se volvió tan malo que precipitó la caída del hombre y la suya propia. Se fusionaron así Ahriman el persa y con Sathan el judío. El ángel del mal y sus seguidores los ángeles caídos se arrojaron sobre la tierra como estrellas brillantes. Así nació otro nombre del diablo: Lucifer, quien trae la luz.

Los exégetas de Satanás insisten en que éste nació del monoteísmo, puesto que las religiones politeístas no precisaban del demonio porque explicaban el mal de una manera muy sencilla: quienes tenían la culpa eran los dioses que se servían e los hombres para resolver sus conflictos. En cambio el monoteísmo incipiente tuvo que recurrir a un ser sobrenatural y maléfico para exonerar a Dios de la responsabilidad del mal.

El diablo casi no aparece en los textos del Antiguo Testamento, pero comienza a cobrar fuerza en el Nuevo Testamento, sobre todo en el Evangelio de San Juan y en el Apocalipsis. Georges Minois afirma: «Los cristianos, que consideraban a Jesús como el mesías esperado por los judíos, necesitaban tener a un adversario temible para justificar que Dios enviara a su propio hijo sobre la tierra. Solamente una explicación cósmica del origen del mal podía acreditar la naturaleza divina de Cristo.»

Se ha considerado a Satanás como una metáfora del mal, pero también está la postura opuesta que cree en su existencia real, lo cierto es que San Agustín, Santo Tomás de Aquino, el Papa Inocencio III, y la innumerable iconografía medieval, además de La divina comedia de Dante, colaboraron al desarrollo de la demonología en forma exponencial.

 

LOS DEMONIOS. En el pensamiento griego los demonios son seres divinos o semejantes a los dioses por un cierto poder. El demonio de alguien se identifica también con la voluntad divina y, en consecuencia, con el destino del hombre. Luego, la palabra ha pasado a designar a los dioses inferiores y por fin a los espíritus malos. Según otra línea de interpretación, los demonios son las almas de los difuntos, genios desfavorables o temibles, intermediarios entre los dioses inmortales y los hombres vivientes, pero mortales. Un genio está ligado a cada hombre y desempeña el papel de consejero secreto, actuando por intuiciones repentinas más que por razonamientos. Es como su inspiración interior. El demonio simboliza una iluminación superior a las normas habituales, que permiten ver más lejos y con más seguridad, de un modo irreductible a los argumentos. Autoriza incluso a violar las reglas de la razón, en nombre de una luz trascendente que no es sólo el orden del conocimiento, sino también del orden del destino.

Para muchos pueblos primitivos, a diferencia del demonio interior que es como el símbolo de un lazo particular del hombre con una conciencia superior, y que desempeña a veces el papel de ángel de la guarda, los demonios son seres distintos e innumerables, que se arremolinan por todas partes para lo mejor y para lo peor. Para pueblos como por ejemplo el indonesio: “el universo está poblado de seres visibles e invisibles: plantas animadas, espíritus de animales que se convierten en humanos o humanos convertidos en animales, demonios que ocupan las siete profundidades del mundo subterráneo, dioses y ninfas que ocupan los siete cielos superpuestos, pudiéndose reunir todos ellos a través de los siete niveles del mundo de los hombres y hasta en el hombre, microcosmos en el macrocosmos, confundidos todos también en una unidad móvil y polimorfa”.

Para la demonología cristiana, según el pseudo Dionisio Areopagita, los demonios son “ángeles que han traicionado su naturaleza”, pero que no son malos ni por su origen, ni por su naturaleza. “Si ellos fueran naturalmente malos, no procederían del Bien, no contarían con el rango de seres y, en primer lugar, ¿cómo se harían separado de los ángeles buenos si su naturaleza hubiera sido mala desde toda la eternidad... La raza de los demonios no es por ende mala en cuanto se conforma a su naturaleza sino más bien en cuanto no se conforma de ella”.

 

SATANÁS EN EL ANTIGUO TESTAMENTO. La figura de Satanás fue tomando cuerpo de manera gradual, y algo difusa, en el Antiguo Testamento, pero después, durante el período de la literatura apocalíptica y apócrifa (del 200 a.C. al 150 d.C.), se definió con mayor precisión. El judaísmo siguió siendo monoteísta, de manera que Satanás no podía convertirse nunca en un principio plenamente independiente, como, por ejemplo, su “homólogo” del mazdaísmo, pero el poder que le asignó el judaísmo apocalíptico era considerable. El Señor y el diablo se percibían en una oposición a la vez ética y cósmica. Cada cual tenía su propio reino: el del Señor era luminoso, mientras que el de Satán era tenebroso. El diablo, cuyos designios eran embaucar a Israel y apartarlo de Yahvé, cosecharía algunos éxitos, pero, al final del mundo, Israel se arrepentiría y el Mesías forzaría la desaparición del imperio del diablo. Mientras tanto, el diablo comanda toda una hueste de ángeles caídos y espíritus malos que merodean por todo el mundo buscando la ruina y la destrucción de las almas.

 

 

La concepción animista del mundo veía detrás de cada fenómeno o actuación de “poderes” buenos o malignos. Sobre este trasfondo, las religiones paganas desarrollaron una demonología más o menos compleja asociada a su concepción politeísta de lo divino. La religión de Israel asumió estas representaciones míticas para evocar todo lo que, en la experiencia humana, escapa a la observación directa. Por esta razón, asimiló los dioses del paganismo cananeo, convertidos en demonios, a los malos espíritus que habitan en los desiertos y las ruinas, y a los poderes de la muerte relegados a los lugares infernales; Baal-Zebub, el antiguo dios sanador de Eqrón será presentado finalmente como su príncipe. Para evocar esta fauna maléfica que instiga al hombre al mal y le produce daño, recurrió sin escrúpulos a elementos de origen babilonio, iranio e incluso griego. Hay que aguardar al siglo III antes de nuestra era para que un apócrifo, el libro de Henok, trate de organizar el mundo infernal, responsable de los desórdenes y de las desgracias de la humanidad. El Génesis, sin embargo, considera que el poder del mal actuaba ya en los orígenes introduciendo el pecado y la muerte; le atribuye los rasgos de serpiente, símbolo asociado a las fuerzas dispersas que Dios tuvo que vencer para poner orden en la Creación. Satán, es decir el acusador, no pertenecía al principio a este ejército: calumniador (sentido de la palabra diableo en griego), desempeñaba la función de experimentador, que Dios tuvo que reprimir algunas veces. Finalmente el judaísmo tardío lo consideró como el tentador que se oculta detrás de toda sugestión del mal. El monoteísmo rechazó la posibilidad de que el mundo del mal tuviera una consistencia que lo convertiría en equivalente al mundo del bien dependiente de Dios (el dualismo de la religión irania). Se comprueba su acción en la esfera de la existencia humana, pero se le sitúa en el interior de la creación sin explicar su origen de manera precisa. La cuestión de la caída de los ángeles aparece con cierto retraso y en diversas formas en la apocalíptica judía, más como una tentativa de explicación que como una doctrina teológica: en un principio, e Demonio o Lucifer se rebela contra Dios y es expulsado al bajo mundo, a las tinieblas. La tradición cuenta que el demonio tenía el aspecto mismo de los ángeles o de los arcángeles, pues era un personaje muy importante, resplandeciente, pero —por su soberbia y maldad— se quiso comparar con su Creador, por lo que fue castigado y San Miguel luchó con él, lo venció y arrojó al Infierno, al abismo, donde ahora comanda a los diablos o demonios menores. Los padres de la Iglesia fueron los primeros en aplicar el nombre de Lucifer (Luz bella o Luzbel) a Satán, que representa los poderes diabólicos, es el “príncipe de este mundo” y se imagina como serpiente y dragón. También se le dan los nombres de Belcebú y Belial. En las representaciones de la Edad Media tardía puede aparecer como un monstruo que devora las almas y se come a los hombres; y finalmente se multiplican en relación con él los distintivos animalescos, como los cuernos, la cola, las orejas, las garras o las zarpas de ave rapaz, aunque en la literatura es más frecuente la pezuña de caballo. En el libro Bahir (siglo XII), de naturaleza gnóstico-cabalística, Satán es una fuerza que opera desde el norte (la región del mal, de la muerte), y se le llama precisamente “viento del norte”. Y en diferentes sectas de la Edad media influidas por el maniqueísmo y la gnosis, Satanael era el hijo primogénito de Dios que se reveló contra su padre y se le expulsó del cielo, y que luego, en su nuevo reino, terrenal, hizo el cuerpo el cuerpo del hombre de barro y agua. Belial y también Beliar (el infame, indigno) A los hombres especialmente malvados el Antiguo Testamento los llama hombres de Belial; en el salmo 18,5 las trombas de Belial equivalen a las de la muerte. Su equivalente con Satanás, con el diablo, aparecen claramente en el Nuevo Testamento y en los textos de Qumram; Belial es el espíritu (príncipe) de las tinieblas.

 

SATANÁS EN EL NUEVO TESTAMENTO. Tras el período apocalíptico, el papel de Satanás en el judaísmo se vio considerablemente reducido, toda vez que los rabinos, que dominaron el judaísmo desde el siglo I en adelante, le prestaron escasa atención. Pero el Cristianismo se fundó y gestó en pleno período apocalíptico y, en consecuencia, el Nuevo Testamento y el subsiguiente pensamiento cristiano otorgaron a Satanás un papel importantísimo. La función del diablo es algo así como servir de contrapeso a Cristo. El mensaje nuclear del Nuevo Testamento consiste en que Cristo ha venido a salvarnos. ¿De qué? Del poder del diablo. La oposición entre el Señor y el diablo es implacable e irreductible, y cualquiera que se interponga en el camino del Salvador o trate de frustrar su plan de salvación es, de manera ya explícita ya implícita, acólito de Satanás. El diablo tiene bajo su mando a todas las fuerzas opositoras al Señor, tanto naturales como sobrenaturales, incluidos demonios, infieles, herejes y hechiceros.

 

En el Nuevo Testamento, en el medio en que Jesús anuncia el evangelio del reino de Dios esta demonología de contornos imprecisos forma parte de las creencias corrientes: los “espíritus malos” actúan detrás de toda enfermedad, de toda catástrofe y de todo peligro de muerte. El evangelio no se propone escudriñar su misterio: Jesús adopta en este punto el lenguaje de sus contemporáneos. Lo que él anuncia es que Dios, al instaurar su reino, viene a triunfar sobre el mal, sobre el Maligno, sobre el Enemigo, con independencia de su naturaleza, de sus formas y de sus manifestaciones. Los milagros de Jesús son el signo de esta victoria. Interpretados como expulsiones de demonios —aún cuando Jesús no recurra a los procedimientos corrientes de los exorcismos practicados por los judíos—, muestran que ha llegado el reino de Dios. Este aspecto físico de la victoria de Jesús sobre Satán es la consecuencia de su victoria moral sobre las obras del Tentador que se manifiestan algunas veces durante su ministerio. Por ello Jesús, seguro de su triunfo, ve caer a Satán del cielo como un rayo. Aunque su duelo con él concluye con el complot que acarreará su muerte, el Príncipe de este mundo no puede nada contra él a causa de su obediencia al Padre; la hora de su muerte es la hora de la condena y humillación de Satán. San Pablo representa también a Cristo resucitado como vencedor de las potencias infernales: el pecado y la muerte. Para hablar de estas potencias, san Pablo añade a las representaciones demonológicas del judaísmo algunas adquisiciones procedentes del medio griego. Pero este elemento literario no modifica la perspectiva de la doctrina evangélica, que lo subordina completamente al anuncio de la victoria de Cristo sobre el mal. Finalmente, la imaginería del Apocalipsis recurrirá a las representaciones simbólicas para ilustrar el mismo tema: el dragón, la serpiente, el diablo, Satán, el Acusador, las bestias que simbolizan los imperios paganos y las religiones contrarias al verdadero Dios, la Muerte y los Infiernos personificados que serán entregados finalmente a la segunda muerte. Esta copiosa demonología personifica las fuerzas malignas con las que tropieza la realización del designio de Dios sobre el hombre. Su presencia en el transfondo de la acción de Cristo confiere a la redención las características de un combate triunfal. Aunque en este sentido se incorporará a la teología y al arte cristianos con múltiples variantes culturales, nunca constituirá el objeto de definiciones doctrinales, como no sea para eliminar especulaciones dualistas que, análogas a las del gnosticismo y el maniqueísmo, perdurarán hasta los cátaros, en la Edad Media.

LOS NOMBRES DEL DEMONIO. El término demonio viene del griego dáimon, que era un espíritu o genio protector, no maléfico, hasta que este término pasó al Cristianismo con el significado actual de espíritu del mal. Los hebreos llamaban al espíritu maligno de gran poder a Satan, el obstructor, el enemigo. Satan se tradujo al griego como diabolos, de donde procede el diabolus latino, el diablo hispano y el devil inglés. Hay otros nombres con los que se conoce al Demonio y que se pueden leer en la Biblia: Satán, Belcebú, Behemont, Mammon, Moloch, Leviatán, Belial, Señor de las Moscas, la Gran Cabra, Señor de los Infiernos, y otros. Literalmente, el nombre Diablo tiene el sentido de calumniador.


Lucifer el portador de la luz, en el Cristianismo, es uno de los nombres del diablo que se remonta a Isaías donde la bajada a los infiernos del rey de Babilonia se compara con la caída del refulgente lucero del alba (en hebreo Helal). Los padres de la Iglesia trasladaron el nombre de Lucifer a Satán, siguiendo a Lucas, donde se presenta a Satán cayendo del cielo como un rayo. Algunos grupos gnósticos consideraron a Lucifer un poder divino autóctono o también como el “primogénito de dios”. La mayoría de las veces se olvida que, como nombre antiguo del lucero del alba [Fósforo, “el portador de luz”, llamado también Heósforo, es el dios griego del lucero del alba. Se le representaba también como un joven desnudo y alado que con una antorcha en su mano abre paso ante su madre Eos y su padre Helio. Su nombre latino es Lucifer.]

EL TAROT. El Diablo aparece en el Tarot como Baphomet de los templarios, macho cabrío en la cabeza y patas, mujer en los senos y brazos. Como la esfinge griega, integra los cuatro elementos: sus piernas negras corresponden a la tierra y a los espíritus de las profundidades; las escamas verdes de sus flancos aluden al agua, a las ondinas, a la disolución; sus alas azules aluden a los silfos, pero también a los murciélagos por su forma membranosa; la cabeza roja se relaciona con el fuego y las salamandras. El diablo persigue como finalidad la regresión o el estancamiento en lo fragmentado inferior, diverso y discontinuo. Se relaciona este arcano con la indistintividad, el deseo en todas sus formas pasionales, las artes mágicas, el desorden y la perversión.

Entre la Templanza y la Torre herida por el rayo, el decimoquinto arcano mayor del Tarot invita a reflexionar sobre el diablo. “Expresa la combinación de las fuerzas y de los cuatro elementos de la naturaleza (agua, tierra, aire, fuego) en cuyo seno se desarrolla la existencia del hombre; el deseo de saciar sus pasiones a cualquier precio, la turbación, la sobreexcitación, el empleo de medios ilícitos, la debilidad que hace sitio a las influencias molestas. Corresponde en astrología a la III casa horoscópica; este arcano representa en cierto modo el reverso de la Emperatriz. En lugar del dominio de las fuerzas bien ordenadas, el diablo representa una regresión hacia el desorden, la división y la disolución, no solamente en el plano psíquico, sino también en los niveles moral y metafísico”.


Erguido medio desnudo sobre una bola color carne, se hunde hasta la mitad en un zócalo o en un yunque rojo de seis capas superpuestas, el diablo, cuyo hemafroditismo se ha señalado abundantemente, tiene alas azules, semejantes a las de un murciélago; sus calzas azules están sujetas a la cintura por un cinturón rojo en forma de creciente bajo el ombligo; sus pies y sus manos tienen garras como patas de mono. La mano derecha está levantada; la izquierda, dirigida hacia el suelo, sostiene una espada blanca y desnuda y debemos advertir que su gesto es el inverso del que efectúa el Prestidigitador en busca de la Verdad. Sobre la cabeza lleva un extraño tocado amarillo hecho de medias lunas puestas frente a frente y de una cornamenta de ciervo con cinco pitones. A su pedestal están atados, por un cordón que pasa a través de un anillo fijo en el zócalo y va a anudarse en torno a su cuello, dos diablillos simétricos, enteramente desnudos, uno macho y otro hembra (a menos que ellos sean también andróginos), provistos cada uno de una larga cola que toca el suelo, con los pies en forma de garra, las manos escondidas detrás de la espalda, la cabeza cubierta por un birrete rojo del que parten dos cornamentas de ciervos negros y dos soflamas o dos cuernos. El suelo es amarillo veteado de negro en su parte superior, pero bajo los pies de sendos diablillos el suelo es negro como aquel por donde la Muerte (arcano XIII) pasa su guadaña.

Todo aquí evoca el dominio del infierno, donde el hombre y el animal ya no están diferenciados. El diablo reina sobre las fuerzas ocultas y su parodia de Dios, “el mono de Dios”, está allí para advertir de los peligros que corre quien quiere utilizar estas fuerzas por cuenta propia desviándolas de su fin. “El que aspire al saber escondido, al poder oculto, debe permanecer en equilibrio como el Prestidigitador, o mantener en jaque las tendencias opuestas del Abismo, como el héroe sobre su carro, adquirir la paz interior como el ermita, o difundir a la manera altruista del Ahorcado, vencedor de sus propios deseos, los beneficios de la ciencia, de lo contrario cae víctima de las corrientes fluidas desordenadas que ha evocado o proyectado, pero que no ha sabido dominar. Ante lo oculto, es preciso renunciar a dominar, o resignarse a servir. Vencedor o vencido, uno no trata de igual a igual con las fuerzas de nada”. Pero ellas resultan indispensables para el equilibrio mismo de la naturaleza: sólo Lucifer, portador de luz, puede convertirse en Príncipe de las Tinieblas, y cuando las láminas del Tarot están dispuestas en dos hileras, el octavo arcano domina el quinceavo, “número impar y triangular, agente dinámico y creador”, para recordar que el propio diablo está sometido a la ley universal de la Justicia.

En el plano psicológico el diablo muestra la esclavitud que aguarda al que permanece ciegamente sometido al instinto, pero señala al mismo tiempo su importancia fundamental: sin instinto no hay florecimiento humano completo y, par poder superar la caída de la Torre herida por el rayo, es preciso haber sido capaz de asumir sus fuerzas temibles de una manera dinámica.

 

LAS IMÁGENES DEL DIABLO. La figura del Diablo o Demonio como la hemos descrito, es decir, con cuerpo humano y con todos los atributos maléficos que contiene, probablemente provenga de la del sátiro de la cultura griega y romana, ya que por sus actos licenciosos y depravados pudo servir como modelo para configurar la imagen terrible del Príncipe de las Tinieblas, como también se le conoce. En los Evangelios sólo se dice que Jesús fue tentado por Satanás en el desierto, pero no se informa de la figura del espíritu maligno.

 

En la tradición, el aspecto de Lucifer varía muy poco, pues se le representa en forma antropomorfa, desnudo, de color negro o rojo muy oscuro, y en ocasiones hasta verde, con una cara descompuesta y caricaturesca, haciendo fea mueca, con larga nariz y dientes afilados, ojos oblicuos y amarillos como de gato, cejas pronunciadas y largas, cuernos de carnero en la frente, alas de murciélago, enormes (en contraposición a las alas del águila de los ángeles), patas de chivo y cola larga y afilada terminada en flecha. Se le puede también ver en forma de dragón, basilisco o serpiente, pero la figura antes descrita es la más común, por ser la contrapartida de los ángeles.

 

SIMBOLISMO. El mito del diablo se avecina a los mitos del dragón, de la serpiente, del guardián del umbral y al simbolismo del cerrojo, de la gacheta, del pestillo. Pasar la gacheta del pestillo es ser o maldito o sagrado, víctima del diablo o elegido de Dios. Es la caída o la ascensión. A la idea de Dios está asociada una idea de abertura del centro cerrado, de gracia, de luz, de revelación.

El diablo simboliza todas las fuerzas que turban, obscurecen y debilitan la conciencia y determinan su regreso hacia lo indeterminado y lo ambivalente: entro de luz: El uno arde en un mundo subterráneo, el otro brilla en el cielo. El maligno es el símbolo de lo malvado. Vístase de gran señor o gesticule sobre los capiteles de las catedrales, tenga cabeza de boque o de camello, los pies ahorquillados, cuernos, pelo por todo el cuerpo, poco importan las figuras, él no anda nunca escaso de apariencias, pero es siempre el Tentador y el Verdugo. Su reducción a la forma de una bestia manifiesta simbólicamente la caída del espíritu. El cometido del diablo se limita a desposeer al hombre de la gracia de Dios para someterlo a su propio dominio. Es el ángel caído con las alas cortadas, que quiere romper las alas de todo creador. Es la síntesis de las fuerzas desintegrantes de la personalidad. El papel de Cristo, al contrario, es el de arrancar al género humano del poder del diablo por el misterio de la cruz. La cruz de Cristo libera a los hombres, es decir vuelve a poner entre sus manos, con a gracia de Dios, la libre disposición de sí mismo, arrebatada por la tiranía diabólica.

 

El Diablo, el Adversario y Perturbador es la contraimagen de Dios en el cielo como regente del infierno. Sus atributos provienen probablemente en primer lugar del demonio etrusco del mundo subterráneo, Charu: nariz de pico de buitre, orejas puntiagudas de animal, alas, y dientes como colmillos (como los del demonio Tuchulcha), que como símbolo de la muerte lleva un martillo. A ello se le añaden propiedades corporales del macho cabrío, como cuernos, patas y rabo, con lo cual esta imagen simbólica recuerda al dios de la naturaleza Pan. Más raramente se le atribuyen cascos de caballo o, como señal de división, un pie humano y un pie de caballo. Para diferenciar sus alas a las de los ángeles se le suele dotar con las alas del murciélago que revolotea por las noches. En cuadros de aquelarre de las brujas en montes de mala fama, suele llevar en el trasero un segundo rostro que sus súbditos deben besar (osculum infame). Amplificaciones legendarias del pasaje bíblico de Isaías hacen remontar la existencia del diablo a su rebelión contra Dios y su precipitación en el mundo subterráneo. Sin embargo, no siempre se representa como figura amedrentadora. En ciertas leyendas populares aparece como cazador con vestiduras verdes o rojas, y en obras plásticas medievales también como hermoso y seductor “príncipe de este mundo”, cuya espada, sin embargo, está roída y carcomida por sapos, serpientes y gusanos. Por lo demás, serpientes y dragones son sus símbolos, y contra ellos luchan los santos. A causa de su poder y de su reino que lucha contra Dios, el león, que de ordinario es simbólicamente positivo, figura también entre sus animales simbólicos, en el sentido de Pedro: “El diablo anda en derredor como león rugiente y busca a quien devorar”. El zorro, con su astucia y maldad, es también un símbolo del Diablo. Como contraimagen de la Trinidad celestial, el príncipe del infierno aparece a veces representado con tres caras, por ejemplo, en la Divina Comedia de Dante. Criaturas simbólicas del Diablo son a menudo también un pájaro rojo, la rojiza ardilla, el basilisco y el cuco. El diablo simboliza el castigo, la culpa, la esclavitud de los instintos y la muerte. Al igual que Dios está en favor de la creación y de la vida, así el diablo lo está por la destrucción y la muerte. En la carta a los Hebreos se dice expresamente del adversario de Dios, del diablo, que tenía dominio de la muerte. Es el diablo la furia infernal personificada, el devorador definitivo y escatológico. Muerte y diablo están estrechamente unidos en la concepción medieval, por cuanto que la muerte es la soldada del pecado.

 

 

“... así continúa Satán ardorosamente su camino

a través de pantanos, precipicios y estrechos,

de vapores densos, o enrarecidos;

y con la cabeza, manos, alas y pies,

nada, se sumerge, fluctúa, se arrastra

y vuela.”

JOHN MILTON. El paraíso perdido.

 

FUENTES CONSULTADAS:

Biedermann, Hans. Diccionario de símbolos. Ed. Paidós, 1993, Barcelona.

Cabral Pérez, Ignacio. Los símbolos cristianos. Ed. Trillas, 1995, México.

Chevalier, Jean y Alain Gheerbrant. Diccionario de los símbolos. Ed. Herder, 6ª ed., 1999, Barcelona.

Cirlot, Juan Euardo. Diccionario de Símbolos. Ed. Siruela, 5ª ed., 2001, España.

Lurker, Manfred. Diccionario de dioses y diosas, diablos y demonios. Ed. Paidós, 199, Barcelona.

Mergier, Anne Marie. “Instrumento del miedo” en Proceso. Edición especial no.18, noviembre, 2005, México.

Page. Enciclopedia de las cosas que nunca existieron. Ed. Anaya.

Poupard, Paul. Diccionario de las religiones. Ed. Herder, 1997, Barcelona.

Russell, Jeffrey B. Historia de la brujería. Ed. Paidós, 1998, Barcelona.

HOMO LUDENS

HOMO LUDENS

“El juego oprime y libera, el juego arrebata, electriza, hechiza.”

JOHAN HUIZINGA, Homo ludens,

El juego es una función llena de sentido, pues en él hay algo que rebasa el instinto mediato de conservación que confiere un sentido a la ocupación vital: Todo juego significa algo, por el hecho de albergar el juego un sentido se revela en él, su esencia, la presencia de un elemento inmaterial. Por lo general, las explicaciones acerca de juego se ocupan superficialmente de qué y cómo se juega, o bien se aborda el fenómeno del juego con los métodos de la ciencia experimental, pero no se le dedica la atención a la peculiaridad del juego, profundamente enraizada en lo estético. Tampoco en los análisis biológicos se explica la intensidad del juego, esa capacidad suya de hacer perder la cabeza en la que radica su esencia, lo primordial, porque al conocer el juego se conoce el espíritu, y es la irrupción espiritual la que cancela la determinabilidad absoluta y hace posible la existencia del juego, lo hace pensable y comprensible. Su existencia corrobora constantemente, y en el sentido más alto, el carácter supralógico de nuestra situación en el cosmos.

Johan Huizinga en su libro Homo ludens dice que el juego es una forma de actividad llena de sentido, no sólo es una función social. No busca los impulsos naturales que condicionan el hecho de jugar, sino que se le considera en sus múltiples formas concretas como una estructura social, y se empeña en comprenderlo en su significación primaria, tal como la siente el mismo jugador, y si se sabe que descansa en una manipulación de determinadas formas, en cierta configuración de la realidad mediante su trasmutación en formas de vida animada, en ese caso hay que comprender, ante todo, el valor y la significación de dichas formas de aquella figuración, y observar la acción que ejercen en el juego mismo y de comprenderlo así como un factor de la vida cultural.

Al juego se invita con ciertas actitudes y gestos ceremoniosos, en él el lenguaje en una palabra nombra, levanta las cosas a los dominios del espíritu, jugando fluye el espíritu creador del lenguaje constantemente de lo material a lo pensado: Tras cada expresión de algo abstracto hay una metáfora y tras ella un juego de palabras. De esta manera la humanidad se crea constantemente su expresión de la existencia, un segundo mundo inventado, junto al mundo de la naturaleza. De la misma manera en el mito hay también una figuración de la existencia, pues el hombre primitivo trata de explicar lo terreno y funde las cosas en lo divino, y en cada una de esas fantasías con que el mito reviste lo existente, juega un espíritu inventivo.

El juego está fuera de la disyunción sensatez – necedad, pero también del contraste verdad – falsedad, bondad – maldad, porque no es una función moral, en él no se dan ni virtud ni pecado. Más bien entra en el dominio de lo estético, porque tiende a acompañarse de toda clase de elementos de belleza. Todo juego es, antes que nada, una actividad libre. El juego por mandato no es juego sino una réplica de un juego: El juego es libre, es libertad. No es la vida corriente, o la vida propiamente dicha, más bien consiste en escaparse de ella a una esfera temporal de actividad que posee su propia tendencia, que puede absorber por completo, y en cualquier momento, al jugador. La oposición “en broma” y “en serio” oscila constantemente, el valor inferior del juego encuentra su límite en el valor superior de lo serio. Por su valor expresivo y por su significación funciona realizando conexiones espirituales: el juego humano, en todas sus formas superiores, cuando significa o celebra algo, pertenece a la esfera de la fiesta o del culto, la esfera de lo sagrado, se aparta de la vida corriente por su lugar y por su duración, estar encerrado en sí mismo es otra de sus características, siempre se juega dentro de determinados límites de espacio y tiempo, agota su curso dentro de sí mismo: Este comienza y, en determinado momento, ya se acabó. Terminó el juego. Mientras se juega hay movimiento, un ir y venir, un cambio, una seriación, enlace y desenlace, y después permanece en el recuerdo como creación o como tesoro espiritual, es transmitido por tradición y puede ser repetido en cualquier momento, otra de sus propiedades esenciales. Todo juego se desenvuelve dentro de su campo que, material o idealmente, de modo expreso o tácito, está marcado de antemano. De esta manera, no hay diferencia entre un juego y una acción sagrada, ya que ésta se desarrolla en las mismas formas que el juego, tampoco el lugar sagrado se diferencia formalmente del campo lúdico: el estadio, la mesa de juego, el círculo mágico, el templo, la pantalla, son todos ellos, por la forma y la función, campos de juego, es decir terreno consagrado, dominio santo, cercado, separado, en los que rigen determinadas reglas; son mundos temporarios dentro del mundo habitual, que sirven para la ejecución de una acción que se consuma en sí misma.

Dentro del campo de juego existe un orden propio y absoluto, el juego crea orden, es orden. Lleva al mundo imperfecto y la vida confusa una perfección provisional y limitada, puesto que la desviación más pequeña estropea todo el juego, le hace perder su carácter y lo anula. Esta conexión íntima con respecto al orden es el motivo de por qué el juego parece radicar dentro del campo estético, porque en la tendencia del juego a la belleza, el factor estético es idéntico al impulso de crear una forma ordenada que anima al juego en todas sus figuras: El juego oprime y libera, el juego arrebata, electriza, hechiza. Está lleno de las dos cualidades que el hombre puede encontrar en las cosas y expresarlas: ritmo y armonía. Otro elemento importante es la tensión, que quiere decir incertidumbre, azar; es un tender hacia la resolución. Cada juego tiene sus propias reglas, se determina lo que ha de valer dentro del mundo provisional que ha destacado, y en cuando se traspasan las reglas se deshace el mundo figurado, se acabó el juego.

Cuando hay un jugador tramposo, hace como que juega y reconoce, al menos en apariencia, el círculo mágico del juego, pero se le perdona su pecado más que al aguafiestas, porque es éste quien traiciona por no haberse atrevido a jugar, o porque no debió hacerlo. El aguafiestas deshace el mundo mágico y por eso es cobarde y es expulsado, aunque puede ocurrir que él componga por su parte un nuevo equipo con nuevas reglas del juego, porque es precisamente el proscripto, el revolucionario, el miembro de la sociedad secreta, el hereje, quien suele ser extraordinariamente activo para la formación de grupos, y lo hace muchas veces con alto grado de elemento lúdico; además, para los niños aumenta el encanto de su juego si se hace de él un secreto.

El juego, en su aspecto formal, es una acción libre ejecutada “como si” y sentida como situada fuera de la vida corriente, pero que puede absorber por completo al jugador sin que haya en ella ningún interés material ni se obtenga en ella provecho alguno, que se ejecuta dentro de un determinado tiempo y un determinado espacio, que se desarrolla en un orden sometido a reglas y que da origen a asociaciones que propenden a rodearse de misterio o a disfrazarse para destacarse del mundo habitual. El juego es una lucha por algo o una representación de algo. Ambas funciones pueden fundirse de suerte que el juego represente una lucha por algo o sea una pugna a ver quién reproduce mejor algo, ya que en el juego se copia algo, se presenta en más bello, sublime o peligroso de lo que generalmente es, su representación es una realización aparente, una figuración, es decir, un representar o expresar por figura. El juego está lleno de orden, tensión, movimiento, solemnidad y entusiasmo. Sólo en una fase posterior se adhiere a este juego la idea de que en él se expresa algo: una idea de la vida.


Entre las características formales del juego, la más importante es la abstracción especial de la acción del curso de la vida corriente; se demarca, material o idealmente, un espacio cerrado, separado del ambiente cotidiano. En ese espacio se desarrolla el juego y en él valen las reglas. También la demarcación de un lugar sagrado es el distintivo primero de toda acción sacra. El hechicero, el vidente, el sacrificador comienzan demarcando un lugar sagrado, suponen un lugar consagrado también el sacramento y el misterio. Al igual en el juego está la pista, el cielo y el infierno en la rayuela, el tablero de ajedrez, no se diferencian formalmente del círculo mágico. La necesidad de la demarcación y apartamiento se debe a la preocupación de defender lo consagrado de las influencias dañinas de fuera, que serían especialmente peligrosas en el estado que cobra lo consagrado.

El jugador puede entregarse, con todo su ser, al juego, y la conciencia de “no tratarse más que de un juego” puede trasponerse totalmente. El gozo, inseparablemente vinculado al juego, no sólo se transmite en tensión sino, también, en elevación. Los dos polos del estado de ánimo propio del juego son el abandono y el éxtasis. Este estado de ánimo es, por naturaleza, inestable. En todo momento la vida ordinaria puede reclamar sus derechos, ya sea por un golpe venido de fuera, que perturba el juego, por una infracción de las reglas o, más de dentro, por una extinción de la conciencia lúdica debido a la desilusión y desencanto. El juego es una acción u ocupación libre, que se desarrolla dentro de unos límites temporales y espaciales determinados, según las reglas absolutamente obligatorias, aunque libremente aceptadas, acción que tiene su fin en sí misma y va acompañada de un sentimiento de tensión y alegría y de la conciencia de ser de otro modo que en la vida corriente.

 

HUIZINGA, Johan. Homo ludens. Ed. Alianza, 1990, Madrid. (El libro de bolsillo, 412).

OUROBOROS O DE LA ETERNIDAD

OUROBOROS O DE LA ETERNIDAD

POR: ROCÍO ARENAS CARRILLO

El ouroboros es el dragón o serpiente que queda encerrada sobre sí misma al morderse o «comerse» su propia cola, es el símbolo que representa la unión del principio ctónico de la serpiente, y el principio circular del mundo celeste. Esto lo confirma el hecho de que en algunas imágenes es mitad negro y mitad blanco, significando la oposición de diversas nociones como el cielo y la tierra, el bien y el mal, el día y la noche, el yin y el yang, y de todos los valores que portan tales opuestos. En un manuscrito de alquimia, el ouroboros posee la mitad negra —símbolo de la tierra—, en comunión con la otra mitad blanca moteada de puntos que representan las estrellas —el cielo—, aunado a la metáfora celeste del dragón. En griego se denomina Ouroboros, y en algunas de sus representaciones lleva por complemento la inscripción que dice: Hen to pan (el Uno es el Todo).

Sabemos que la serpiente al cambiar de piel se rejuvenece constantemente, es el símbolo más significativo y complejo de todos los símbolos animales, y tal vez el más antiguo: combina lo masculino y lo femenino, es la fuerza primitiva de la vida, emblema de la divinidad creadora misma. El dragón es la personificación reptiliana del poder primordial, sinónimo frecuente de la serpiente en el mito y la leyenda, por ejemplo en Grecia y China se les llamaba drakonates a las serpientes grandes. Los dragones aparecen en múltiples narraciones como guardianes vinculados al inframundo y al conocimiento de los oráculos. El ouroboros representa el «círculo» en su materialización en la figura del animal del eterno retorno , pues sugiere que al fin le corresponde un nuevo comienzo en constante repetición, que el final de un camino o de un proceso significa un nuevo principio; de la imagen del círculo del animal que se cierra, resulta una expresiva metáfora de una repetición cíclica que significa la circulación de los tiempos, el fin de los mundos y nuevas creaciones, del morir y del renacer, en síntesis: la eternidad, ya simbolizada de antemano por el simple círculo.

El mito del ouroboros, que encierra las ideas de movimiento, continuidad, autofecundación, el tiempo y la continuidad de la vida, apareció por primera vez en Egipto tanto en los sarcófagos del Imperio Nuevo como en el Libro de los Muertos, indicando el curso cósmico en un tiempo infinito; como símbolo de la eternidad fue adoptado también por la alquimia y la francmasonería, pero también se encuentra en el arte sepulcral cristiano, en el arte del Benín, en un sello de la Theosophical Society, el Codex Marcianus, y en el Book of Lambspring, entre otros.


En el simbolismo alquímico, el ouroboros es el símbolo gráfico de un proceso cerrado en sí mismo que transcurre repetidamente y que al calentar, evaporar, enfriar y condensar un líquido, debe servir para el refinamiento de sustancias: veneno, víbora, disolvente universal, son símbolos de lo indiferenciado, del “principio invariante” o común que pasa entre las cosas y las liga, es la disolución de los cuerpos, la serpiente universal que, según los gnósticos camina a través de todas las cosas. A menudo la serpiente que se cierra formando un círculo, ha sido sustituida por dos seres que unen la boca y el extremo de la cola, reproduciendo el de arriba como signo de volatilidad, como un dragón alado (amphisba).


Diversos estudiosos como Ruland, Evola, E. Neuman, el Dr. Sarró, han interpretado estas significaciones, además del simbolismo matriarcal donde el ouroboros es el símbolo primordial de la creación del mundo, que al morderse la cola resulta el acto de la autofecundación, incluso la idea de que se trata de una variante simbólica de Mercurio, el dios duplex.

En el Libro de Lambspring, filósofo antiguo noble, doctor y estudiante entusiasta de la medicina, escribió unos versos respecto a la piedra filosofal, ilustrados en el cuadro VI con un ouroboros:

 

ESTO ES SEGURAMENTE UN GRAN MILAGRO Y SIN NINGÚN ENGAÑO.

ÉSE ES UN DRAGÓN VENENOSO, ALLÍ DEBERÍA ESTAR LA GRAN MEDICINA.


El mercurio se precipita o se sublima, se disuelve en su propia agua propicia, y después una vez más se coagula.


Un dragón salvaje vive en el bosque,

el más venenoso él es, con todo no careciendo nada:

Cuando él ve los rayos del sol y de su fuego brillante,

él dispersa al extranjero su veneno,

y vuela hacia arriba tan ferozmente

que ninguna criatura viva puede estar de pie ante de él,

ni incluso el Basilisco lo iguala.

Él quien posee la habilidad de aniquilar, astutamente

que ha escapado de todos los peligros.

Aun todo el veneno, y colores son multiplicados

en la hora de su muerte.

Su veneno se convierte en la gran medicina.

Él consume rápidamente su veneno,

él devora su cola venenosa.

Todo esto se realiza en su propio cuerpo,

del cual fluye enseguida el bálsamo glorioso,

con todas sus virtudes milagrosas.

He aquí que todos los sabios se alegran en voz alta.

 

 

FUENTES CONSULTADAS:

BIERDERMANN, Hans. Diccionario de los símbolos. Ed. Paidós. Barcelona. 1993.

CHERVALIER, Jean y Alain Gheerbrant. Diccionario de los símbolos. Ed. Herder, 6ª ed., Barcelona, 1999.

CIRLOT, Juan Eduardo. Diccionario de símbolos. Ed. Siruela, 5ª ed., Madrid, 2001.

LURKER, Manfred. El mensaje de los símbolos. Mitos, culturas y religiones. Ed. Herder, Barcelona, 1992.

TRESIDDER, Jack. Diccionario de los símbolos. Ed. Tomo, México, 2003.

 

LA MAGIA Y EL NOEMA

LA MAGIA Y EL NOEMA

POR: ROCÍO ARENAS CARRILLO

noemágico [un lenguaje hacia otro entendimiento]

LA MAGIA.
La magia está enraizada en aquellas ideas tradicionales mediante las cuales las culturas clasifican y ordenan el universo que las rodea, proporciona medios coherentes y sistemáticos de influir sobre el mundo habitado por el hombre.

Como sistema de ritos y de creencias, la magia posee elementos de orden y estructura interna porque, diría Lévi-Strauss, éstos forman el marco de la comunicación humana. Son muchas las prácticas, pero el método mágico por excelencia, el que ejerce la influencia más profunda e inmediata sobre cualquier clase de persona es la escritura. Cada palabra escrita o grabada es un instrumento mágico de gran importancia y por eso a los libros o a cualquier hoja de papel impresa, se les considera con respeto y amor: el libro es el tabú por excelencia.

Arturo Castiglioni, en su libro Encantamiento y Magia, predica extraordinariamente que la escritura tiene un origen mágico. Describe cómo los primeros signos grabados en las rocas y las figuras mágicas de divinidades amadas o temidas, aparecen como simbólicas. En los ideogramas, que representaban partes del cuerpo, actos sexuales o fenómenos de la vida, en cada signo se indicaba una palabra y un concepto. En una palabra, la primera (y después cada letra) es un símbolo. En las primeras épocas la escritura es emblemática y secreta, inteligible sólo para los iniciados.

Cuando uno escribe un poema, un ensayo o cualquier obra nacida del propio razonamiento, desde su propia pasión, la obra actúa sobre las emociones individuales, directamente, a través de la sugestión y del encantamiento; al igual que en todas las formas de la magia, el impacto del hechizo sólo llega a su máxima plenitud cuando la obra se apodera plenamente de su creador. Ésta constituye la primera condición requerida para que una obra produzca el objeto deseado; es necesario que sea sincera, en perfecta consonancia con el pensamiento que la ha creado. La influencia de la escritura deriva de esta sinceridad absoluta. La magia humana se convierte en palabra bajo condiciones especiales, porque el creador, en el proceso de su formación, el nuevo mago, se encuentra prendido como los magos de todos los tiempos, en el hechizo de la creación y ante el cual sucumbe. La magia de la escritura provoca un estado de ánimo que puede ser sólo de excitación, pero también de un carácter crepuscular, hipnoidal. Haciendo uso de las palabras, la sugestión es particularmente efectiva de un modo especial cuando el lector está predispuesto.

La magia de la palabra puede pensarse en un sentido metafórico convencional, para referirse a fenómenos psicológicos cuya intensidad y características es difícil de definir. Pero, si la magia es la proyección objetiva de un deseo y de un querer, para obtener un resultado por métodos sólo conocidos por unos pocos, por medios secretos, individuales, sobrenaturales, para dominar a las fuerzas superiores, se puede decir muy bien que es mágica la idea del escritor que invoca, anhela y realiza el milagro de la creación. Así se pueden percibir en las expresiones y pensamientos de los grandes escritores de todas las épocas, en la influencia ejercida por sus obras, los elementos característicos de la magia: la creación de un estado de ánimo particular en el que predominan las facultades emotivas sobre las críticas y la idea del artista o del mago que ejerce su acción pensando dulce o violentamente en la conciencia de quien observa. Basta con examinar las íntimas analogías existentes entre el estado de ánimo del artista en plena labor creadora y los estados de éxtasis y alucinamiento.

EL NOEMA.
El vocablo griego noema significa pensamiento en tanto que objeto del pensar; en plural noemata, noemas puede traducirse por pensamientos. Los noemas son las ideas, las nociones, el contenido de lo pensado. En la fenomenología de Edmund Husserl, se usa el vocablo ante todo como un «sentido» o una «significación» a la cual apunta el acto de intelección de la noesis, que es la característica de todo noema. El noema no es propiamente el objeto — en el sentido corriente de la palabra—, no es la cosa imaginada o pensada, sino el aspecto objetivo de la vivencia considerada por la reflexión en sus diferentes modos de darse, ya sea mediante la percepción, el recuerdo o la imaginación.

El noema, señala Joaquín Xirau, tiene dos momentos en la obra de Husserl: en sus Investigaciones lógicas se distingue todavía entre la conciencia y el objeto independiente de ella; en cambio en Ideas, el objeto se incorpora al noema, y éste no es sino el objeto mismo en tanto que dado a la conciencia en una forma determinada. Por eso el noema aparece como un núcleo o materia de cualidades predicativas; es, por así decirlo, una «significación significada».

Mediante los noemas es posible mostrar que se puede llegar a estructuras fundamentales de lo real —lo que Husserl llamaba “ontologías fundamentales o regionales”—. El proceso se logra mediante la reducción fenomenológica que despeja de lo accesorio, lo meramente factual, para aferrar lo esencial, como la ideación valedera en sí misma, que posee un ser objetivo, intencional, pensable.

LA MAGIA Y EL NOEMA: UN LENGUAJE HACIA OTRO ENTENDIMIENTO.
La magia es simbólica en el sentido en que se refiere a algo diferente a sí misma. Efectivamente, el homo universalis sabe de los horizontes abiertos ante él, contempla las profundidades de su personalidad y del universo entero: el ego colectivo, racional y social está de sobra constituido. Sin embargo, las convicciones del hechicero y la magia, no pueden ser refutadas mediante simples argumentos racionales o empíricos, porque su sentido metafórico alude a múltiples significados, es decir que sus noemas se multiplican: la poesía es un caleidoscopio, un instrumento mágico de palabras y de símbolos, capaces de aplacar los demonios que llevamos dentro.

El lenguaje como capacidad de crear e interpretar signos, ha sido siempre el sello del hombre; mediante las palabras cobran forma el pensamiento, la comunicación y el conocimiento. La magia de la escritura consiste en generar noemas mediante actos significativos y actos intuitivos. El entendimiento es una palabra para designar la esfera del sentido o del significado, y más estrechamente, del sentido o del significado que todavía está vacío de intuición, que todavía no está cumplido. Para Husserl, en el entendimiento, en los actos significativos, yace una intención, una mención. Esta mención, mientras no sobreviene la intuición de lo mentado, está vacía, carece de plenitud, es decir que hasta que alguien, hasta que una conciencia despierta lo intuya, lo perciba, en ese momento estará completa. Así pasa con la escritura, pues no sólo vive cuando está engendrándose, sino que cada vez que alguien la lee la actualiza, se convierte en noema. La tarea posterior del entendimiento es la de relacionar y unificar los actos significativos mediante la identificación del sentido. Y si dicho sentido suscita un encantamiento, entonces no sólo está completo, sino que oscila en la posibilidad de desbordarse y entonces convertirse en algo distinto.

Según J. G. Frazer, los principios de pensamiento sobre los que se funda la magia, son dos: la ley de la semejanza y la ley del contacto. La primera afirma que lo semejante produce lo semejante, como cuando alguien clava alfileres en un muñeco se traduce en clavar flechas en el cuerpo de un enemigo, donde el mago produce lo que desea, imitándolo. La ley del contagio consiste en que, a partir del contacto prolongado o íntimo se da lugar a la identidad, de manera que los recortes del cabello de alguien es representación directa de la persona, es decir que se trata de afectar a las personas a través de objetos con los cuales estuvieron en contacto aunque no haya formado parte de su cuerpo. De la misma manera, el escritor seduce al lector provocándole un sinnúmero de sensaciones y reflexiones a partir de las propias, independientemente de que su obra se parezca o no a la realidad, porque cada letra es producto humano y va dirigido a un igual. El sentido del escrito recrea la vida, actúa sin pudor en la conciencia del otro, en un momento prodigioso ese nudo de palabras se convierte en el otro, es el otro.

Para B. Malinowski la magia está relacionada con la ansiedad, cuando la vida ordinaria muestra incertidumbre o implica peligro, se recurre a la magia. La magia posee fines concretos, y se utiliza precisamente para luchar contra lo imprevisible. La escritura surge asimismo de la ansiedad, hay un vacío que es necesario llenar, mostrar a toda costa una idea que no está completa sino hasta que se materializa en palabra, porque el hombre debe hacerle justicia a su existencia para salvarse del sinsentido, de la alienación. Con esa búsqueda incesante con el lenguaje con las palabras con los noemas, el hombre se legitima.

Con cariño para Laura y Luis,

que murieron mientras yo preparaba este artículo.

FUENTES: Arturo Castiglioni, Frazer, Malinowski, Lévi-Strauss, Ferrater Mora, Abbagnano, Hischberger, Husserl y Zirión.

LUZ DE LUNA

LUZ DE LUNA

Ya no hay sol,
ya no hay luna,
no estás vos, no estoy yo,
ya no hay nada más, ¡ay!
La oscuridad de la guerra nos tapó,
la oscuridad nos tapó, ¡ay!
Y yo me pregunto, mi amor,
¿qué será de nosotros?
Luz de luna, luz de luna, ay, ay, ay,
el sol brilla, el sol brilla, ay, ay, ay,
el aire fresco viene del cielo,
Nadie sabe, nadie sabe,
nadie sabe, nadie sabe,
nadie sabe qué es lo que brilla.

(Traducción Leandro Fanzone)

Luz de luna (Mesecina) es la composición de la letra de Emir Kusturica, la música de Goran Bregovic y Kalashnikov, la invención de Djeli Mara de Bajramovic y el dolor inmarcesible de la guerra en los Balcanes. Quienes vivimos en un país que juega a la intolerancia política, donde nadie es capaz de arriesgarse a tocar lo más hondo para alcanzar un verdadero entendimiento, donde pocos viven comprometidos con aquello que nos hace humanos, quienes jamás hemos perseguido ni generado algo que nos haga merecedores de estar vivos, de poseer una conciencia, de tener un lenguaje, nunca sabremos por qué hay algo que sigue brillando para nosotros.

 

 

 

MESECINA

Nema vise sunca,
Nema vise meseca.
Nema tebe, nema mene.
Niceg vise, nema joj.
Pokriva nas ratna tama,
Pokriva nas tama joj.
A ja se pitam moja draga,
Sta ce biti sa nama?
Mesecina, odneli je..joj joj, joj joj.
Sunce sija ponoc bije, joj joj, joj joj.
Sa nebesa zrak probija,
Niko ne zna, niko ne zna
Niko ne zna, niko ne zna,
Niko ne zna sta to sija.

LA CONCIENCIA O DEL RETORNO A LOS ORÍGENES

LA CONCIENCIA O DEL RETORNO A LOS ORÍGENES
POR: ROCÍO ARENAS CARRILLO

 

Cerrando los ojos alcanzó a decirse que si un pobre ritual era capaz de excentrarlo así para mostrarle mejor un centro, excentrarlo hacia un centro sin embargo inconcebible, tal vez no todo estaba perdido y alguna vez, en otras circunstancias, después de otras pruebas, el acceso sería posible. ¿Pero acceso a qué, para qué?

JULIO CORTÁZAR, Rayuela.

Para Mircea Eliade , la manifestación plena de la hierofanía o revelación de lo sagrado se trata siempre de un acto misterioso, de una realidad que no pertenece a nuestro mundo, en objetos que sí forman parte de nuestro mundo natural y profano. En toda hierofanía, un objeto cualquiera se convierte en otra cosa sin dejar de ser él mismo, pues continúa participando del medio cósmico circundante. Una piedra sagrada sigue siendo una piedra; aparentemente (con más exactitud: desde el punto de vista profano) nada la distingue de las demás piedras. Para quienes aquella piedra se revela como sagrada, su realidad inmediata se transmuta, por el contrario, en realidad sobrenatural.

EL RETORNO
Retorno a los orígenes es una proposición cargada de la noción temporal, porque representa ir hacia atrás, hasta el inicio como una suerte de reencuentro con lo primigenio, con lo originario. Mircea Eliade afirma que “conocer los mitos es aprender el secreto del origen de las cosas” [1], lo que nos interna en el campo de lo mítico, de lo originario, de un rompimiento con el tiempo ordinario, de abolición que se lleva a cabo mediante un soporte mágico; es un regreso mucho más atrás de lo conocido, que incluso critica y derrota la concepción milenaria acerca del modo de experimentar una comunión con la divinidad, en la que se conjuntan varias vías de acceso: el tiempo sagrado, el rito de iniciación, el discurso, y otros elementos.

El hombre moderno y asumido en una existencia profana resiente una dificultad cada vez mayor para reencontrar las dimensiones existenciales del hombre religioso de las sociedades arcaicas [2], ha necesitado retornar a los orígenes, lo que implica desandar lo que ya está establecido, reconstruir el pensamiento, la conciencia que, según el hombre occidental, data a cinco mil años de distancia; entrar en ese momento primigenio para devolverle a la conciencia sus derechos y que vuelva a integrarse al mundo, que sea ese otro mundo donde las cosas no sean más que este entramado de categorías y nomenclaturas, donde el mundo que es el hombre y viceversa, se entregue de la forma más pura, donde el hombre sea verdaderamente en todos los sentidos de la palabra ser. Eliade explica que para el hombre, realizar un ritual es para traer a la actualidad un acontecimiento que se dio en los orígenes del mundo para que vuelva a suceder, no para recordarlo y festejarlo, sino para vivirlo de nuevo, que suceda como antaño, y para ello hay que nombrarlo para que acontezca.

LA RECONSTITUCIÓN
Debemos enfatizar la trascendencia del momento exacto del contacto, de esa relación con lo primordial que nos lleva a la idea de la vuelta a los comienzos, la intención de integrarse al mito del ídolo de los orígenes con el objeto de volver a ser, reconstituirse. El hombre moderno se esfuerza por componer su vida, al igual que el hombre arcaico, la vida no puede ser reparada sino solamente recreada por un retorno a las fuentes “y la fuente por excelencia es el brote prodigioso de energía, de vida y fertilidad que tuvo lugar durante la creación del mundo” [3], un modo de nacer nuevamente gracias al retorno al origen. Podemos percatarnos de que la construcción de una nueva vida es justamente la idea de la gestación de la conciencia. Sin embargo la fusión no está completa, puesto que para actualizar un mito, esto debe suceder dentro de un espacio y un tiempo sagrados, y también se requiere conocer el mito y relatarlo y, si el ritual lo amerita, efectuar un sacrificio.

EL RITUAL
Para poder efectuar un ritual es necesario pasar del tiempo ordinario, histórico, que en términos religiosos se llama profano, a un tiempo que no transcurre, a un tiempo vertical, ontológico, de los mitos, que es un tiempo fuerte, “el tiempo prodigioso, «sagrado», en el que algo nuevo, fuerte y significativo se manifiesta plenamente.” [4] Se trata de un tiempo cualitativamente distinto al cronológico, es un receptáculo para una nueva creación, diferente al tiempo que transcurre, que no es fuerte ni significativo y por ello se trata de abolir en estos ámbitos donde se trata de llevar algo a la existencia, dar vida como los dioses han creado el cosmos. Es menester desandarlo, volver al momento del origen para nacer de nuevo en un momento de convergencia ya estando dentro del tiempo primigenio.

El recinto circular es un centro, todo santuario, todo lugar destinado para efectos sagrados simbolizan el centro del mundo, el territorio donde se produce una ruptura de nivel, donde se trasciende el espacio profano, heterogéneo, y se irrumpe así en una región pura. [5] el omphalos , el centro que reproduce en su esencia el universo, es “la zona de lo sagrado por excelencia, de la realidad absoluta. Todos los demás símbolos de la realidad absoluta (...) se hallan igualmente en un centro”. [6] Si el sacrificio significa un término y un inicio, si es necesario para el acto de creación, entonces debe efectuarse a partir de un centro, de un área sagrada. En la abolición del tiempo y el espacio, es menester siempre, la realización de un sacrificio, hay algo que debe donar vida para que la existencia de lo nuevo emerja y perdure: “Nada puede durar si no está «animado», si no está dotado, por un sacrificio, de un «alma»; el prototipo del rito de construcción es el sacrificio que se hizo al fundar el mundo.” [7] Toda nueva existencia es la reiteración de la creación del mundo y, al ser producido, repite esta creación, el hombre crea su conciencia como los dioses al cosmos, bajo las mismas circunstancias y requerimientos:

Por la repetición del acto cosmogónico, el tiempo concreto, en el cual se efectúa la construcción, se proyecta en el tiempo mítico (...) Así quedan asegurados la realidad y la duración de una construcción no sólo por la transformación del espacio profano en un espacio trascendente («el centro»), sino también por la transformación del tiempo concreto en tiempo mítico. [8]

Este retorno a lo primigenio es también la búsqueda que el hombre emprende de sí mismo, para la conquista definitiva de la conciencia, y entonces hay que inmolar la anterior para que engendre una conciencia generosa, verdadera y milenaria. Eliade afirma que en esta búsqueda hay


extravíos en el laberinto, dificultades del que busca el camino hacia el yo, hacia el «centro» de su ser, etc. El camino es arduo, está sembrado de peligros, porque de hecho, es un rito de paso de lo profano a lo sagrado; de lo efímero y lo ilusorio a la realidad y la eternidad; de la muerte a la vida; del hombre a la divinidad. El acceso al «centro» equivale a una consagración; a una existencia, ayer profana e ilusoria, le sucede ahora una nueva existencia real, duradera y eficaz. [9]

La esencia mítica se funda en el entendido de que todo mito se refiere a cómo algo ha sido producido, un acontecimiento en el que algo ha comenzado a ser. Éste es, precisamente, el componente de convergencia, porque ese algo es el pensamiento humano, su reconstrucción en que la conciencia vuelve a integrarse al mundo igualmente renovado, donde el hombre se entrega en esencia.

LA VERBALIZACIÓN
El rito culmina en el modo de retrotraer el tiempo mítico, es decir de actualizar el mito, puesto que no consiste sólo en el sacrificio, sino que es necesario nombrarlo, narrar cómo sucedió en los principios y, de esta manera, hacerlo actual, traerlo mediante la recitación dentro del tiempo sagrado:

En la mayoría de los casos, no basta conocer el mito de origen, hay que recitarlo; se proclama de alguna manera su conocimiento, se muestra (...) al recitar o al celebrar el mito de origen, se deja uno impregnar de la atmósfera sagrada en la que se desarrollaron esos acontecimientos milagrosos. El tiempo mítico de los orígenes es un tiempo «fuerte», porque ha sido transfigurado por la presencia activa, creadora, de los seres sobrenaturales. Al recitar los mitos se reintegra este tiempo fabuloso y, por consiguiente, se hace uno de alguna manera «contemporáneo» de los acontecimientos evocados, se comparte la presencia de los dioses o de los héroes. [10]

El hombre moderno debe buscarse, merecerse a sí mismo en sus dimensiones más hondas, desandarse hasta los orígenes para aprehenderse como humano y como esencia, es decir conciencia en el sentido filosófico del término. Para concluir, parafraseo a Eliade: vivir los mitos implica diferenciarse de la experiencia cotidiana, porque al reactualizar acontecimientos fabulosos, exaltantes, significativos, se deja de existir en el mundo de todos los días y se penetra en un mundo transfigurado, auroral. [11]


[1] Eliade, Mircea. Aspectos del mito. Ed. Paidós, 2000, Barcelona. (Paidós Orientalia, 69). p.23.
[2]
Eliade, Mircea. “Lo sagrado y lo profano” en Martínez Riu, Antoni y Jordi Cortés Morató. Diccionario de Filosofía Herder. (CD ROM) Ed. Herder, Barcelona, 1996.
[3]
Eliade, Mircea. Aspectos del mito. Op. cit. p. 36.
[4]
Íbid. p. 27.
[5]
Eliade, Mircea. El mito del eterno retorno. Alianza Editorial/ Emecé, 2002, Madrid. (El libro de bolsillo, 4413). p. 23.
[6]
Íbid. p. 26.
[7]
Íbid. p. 28.
[8]
Íbid. p. 29.
[9]
Íbid. p. 26.
[10]
Eliade, Mircea. Aspectos del mito. Op. cit. p. 26.
[11] Íbid. p. 27.